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–Esto es el principio del fin, muchachuelo: Bernal recapitula.
-Quedan unas cuantas páginas sabrosas,
ectoplásmico clérigo, aunque las mostrará como una vista panorámica de esta
fabulosa historia, poniendo sobre la mesa el corazón para descubrirnos sus
afectos y emociones. Pero hay un problema: habrá que resumir.
-Lo entiendo, concienzudo secretario;
pero no te pases: te daré un hisopazo
cada vez que abuses de la tijera. Vamos a ver qué estaba haciendo Cortés por
Castilla, prácticamente desterrado de México: “Cuando Su Majestad volvió de
hacer el castigo en Gante, hizo la gran armada para ir sobre Argel, y le fue a
servir en ella el marqués del Valle, llevando en su compañía a su hijo, el
mayorazgo (el legítimo Martín).
También llevó a don Martín Cortés, el que tuvo de doña Marina (nuestra deliciosa indita), y llevó
muchos escuderos y criados y caballos y gran compañía y servicio (qué cara ostentación); y se embarcó en
una buena galera con Enrique Enríquez (el
almirante de Castilla). Y hubo una tan recia tormenta que se perdió mucha
parte de la real armada, dando también al través la galera en que iban Cortés y
sus hijos, los cuales escaparon con gran riesgo de sus personas. Y como en
tales peligros no hay tanto acuerdo (sensatez)
como debería haber, Cortés se ató en unos paños revueltos al brazo ciertas
joyas de piedras muy riquísimas que llevaba como gran señor, y con la revuelta
de salir en salvo entre tanta multitud se le perdieron todas”. Le dijeron al
rey sus consejeros más próximos que, ante tanta pérdida de naves y hombres, lo
mejor era abandonar, renunciando al ataque, “sin que llamaran a Cortés para que
diese su parecer”. Cuando lo supo Hernán, sacó pecho y le dijo al rey que “con
la ayuda de Dios y la buena ventura de Su Majestad le dejara tomar Argel con
los soldados que había, tal y como pudo hacer proezas con sus valientes y
sufridos hombres en México”. Hubo caballeros que tuvieron en cuenta estas
palabras, pero, finalmente, el rey ordenó la retirada. Fue el último sueño de
gloria del grandísimo Cortés, y el preludio de su próximo final, que nos va a dejar un poso de amargura:
“Volvieron, pues, a Castilla de aquella trabajosa jornada, y, como el marqués
estaba ya muy cansado, deseaba en gran manera volver a la Nueva España. Y fue a
recibir a Sevilla a su hija, porque tenía
concertado casarla con don Álvaro Pérez Osorio”.
(Llegó el momento, hijos míos: el sol se
nos apaga). La que venía a Sevilla era su hija mayor, María Cortés. “Y este casamiento se
desconcertó por culpa de don Álvaro, de lo cual el marqués recibió tan gran
enojo que, de calentura y cámaras, que tuvo recias, estuvo muy al cabo; y,
andando con su dolencia, salió de Sevilla y se fue a Castilleja de la Cuesta
para entender en su alma y ordenar su testamento. Y, después de ordenado y
haber recibido los Santos Sacramentos, fue
Nuestro Señor servido llevarle desta trabajosa vida, y murió el día dos
de diciembre de 1547 años (contando 62).
Y llevóse su cuerpo a enterrar, con gran pompa, mucha clerecía y gran
sentimiento de muchos caballeros de Sevilla, en la capilla de los duques de
Medina Sidonia, y después fueron traídos sus huesos a la Nueva España, porque
así lo mandó en su testamento. Y están en un sepulcro en Coyoacán, o en
Texcoco, que no lo sé bien”. Sin duda,
el gran amor de Cortés fue la Nueva
España.
Fotos.- Qué honrado y fiable cronista es
Bernal; dice lo que sabe y nunca va más allá. Veamos lo que pasó con los restos
de Cortés. La duda de Bernal viene de que en el testamento quedó ordenado que
se le enterrara en un monasterio de Coyoacán que Cortés mandó construir. Pero
no se edificó; por eso lo llevaron al monasterio de San Francisco, situado en
Texcoco. Las peripecias posteriores no las pudo conocer nuestro gran cronista.
Cortés había fundado el Hospital de Jesús en la capital mexicana; sus herederos
trasladaron los restos a su capilla. Cuando llegó la independencia, y por miedo
a profanaciones, fueron ocultados el año 1823 en una pared junto al altar
mayor. Allí permanecieron hasta que en 1946 se sacaron del hueco (foto
primera). Certificada la autenticidad de los restos, se volvieron a colocar en
el mismo sitio y allí permanecen tras una sencilla placa (foto segunda); llama
la atención que, en el escudo familiar que figura sobre el nombre de Cortés, se
haya dejado sin borrar un detalle muy
doloroso para el orgullo mexicano: las cabezas encadenadas de los siete grandes
caciques a los que sometió, entre ellos, Moctezuma y Cuauhtémoc. En las
letrucas de abajo, parece poner: “SE REINHUMÓ EN JUNIO 954”).
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