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–Entonces, caro figliolo, renació el odioso odio al hereje.
-Y en su aspecto más miserable, tierno
abad: el motivado por intereses inconfesables. Los tres poderosísimos jueces
habían promovido la denuncia contra quienes descendieran de judíos o moros
condenados por la Inquisición, pero fue como matar mosquitos a cañonazos: “¡Y
en aquel tiempo era cosa de ver el acusar que acusaban unos a otros, y el
infamar que hacían! Y no tuvieron que
salir de la Nueva España sino solo dos: un mercader de Veracruz y un escribano
de México”. Después de decir Bernal que los oidores castigaban pero luego
perdonaban u olvidaban, e incluso que, finalmente, hicieron bien el reparto de
indios a los conquistadores, pone de relieve una de sus mayores lacras: “Lo que
les echó a perder fue la demasiada licencia que dieron para herrar esclavos,
porque daban licencia hasta a los muertos, y las vendían los criados de Nuño de
Guzmán, de Delgadillo y de Matienzo; en lo de Pánuco (gobernación de Guzmán), herráronse tantos que casi despoblaran
aquella provincia”. Añadamos la dejadez: “Y demás desto, no estaban en los
estrados todos los días que eran obligados, y se andaban en banquetes y
tratando de amores”. Parece ser que el sádico Nuño tenía una veta sentimental
con sus amigotes, haciéndoles generosos regalos, porque, según Bernal, “era
franco y de noble condición”. Delgadillo practicaba las mismas arbitrariedades.
¿Y Matienzo? ¿Lo cuentas tú, my dear?.
-Ten
piedad, hijo mío: pasa de mí este cáliz,
que, no ya el contarlo, sino el solo oírlo me mata de vergüenza, y también de pena por mi lamentable sobrino.
-Te haré el quite, sentimental ectoplasma.
En algún momento dirá Bernal que tu sobrino Juan era el menos indecente de los
tres oidores, y el comentario que hace ahora inspira cierta compasión: “El
licenciado Matienzo era viejo (rondaría
los 60 años), y pusiéronle que era vicioso de beber mucho vino, yendo muchas veces a las huertas
a hacer banquetes con varios hombres alegres que bebían bien; y cuando estaban
sentados, tomaba uno dellos una bota con vino y desde lejos le hacía con la
misma bota huichucho, como llaman a señuelo a los gavilanes, y el viejo iba
como desalado a la bota y la empinaba y
bebía della”. El caso es que, entre abusos judiciales y comportamientos
poco honorables, se buscaron la ruina, porque el rey, ¡por fin!, les paró los
pies (en qué estaría pensando cuando los nombró). Te doy el relevo, Sancho, que
ya pasó lo peor.
-Sea, pues, querido compañero. Le
llovieron al rey tantas quejas del desmadre de los oidores, “que mandó que sin
más dilaciones se quitase toda la real audiencia y los castigasen, poniendo
otro presidente y otros oidores que fuesen de ciencia y conciencia y rectos en
hacer justicia. Y dispuso que se fuese a Pánuco para saber cuántos miles de
esclavos habían herrado, y envió Su Majestad al mismo Matienzo, que a este viejo
oidor hallaron con menos cargos y mejor juez que a los demás (¡menos mal!), ordenando quebrar todos
los hierros y que de allí adelante no se hiciesen más esclavos”. Nuño,
Delgadillo y mi sobrino, conscientes de la ira del rey, mandaron rápidamente a
España a amigos que lavaran su imagen y lo aplacaran, “pero los del Real
Consejo de Indias conocieron que todo iba guiado contra Cortés por pasión,
y no quisieron hacer cosa que conviniese
a Nuño de Guzmán ni a los oidores, y, además, estaba entonces Cortés en
Castilla e buscaba su honra y estado”. Por su parte, y visto el panorama, Nuño
se marchó de México aprovechando que tenía licencia real para ir a la conquista
de Jalisco. Sabía muy bien cómo iba a acabar la nave, y, como miserable
capitán, huyó antes de que se hundiera, dejando tirados, como veremos, a
Delgadillo y a mi sobrino.
Foto: Parece un dibujo naif, pero recoge
muy bien lo que era mi querida Villasana de Mena a finales del siglo XV. De ahí
salimos a enlazar con el mundo de Indias los dos, yo (desde Sevilla) y mi, a
pesar de los pesares, querido sobrino Juan Ortiz de Matienzo, hombre de mucha
valía, pero enredado en el laberinto de la corrupción sin encontrar la puerta
de salida. Me derrite ver ese plano: la torre de los Velasco, la muralla de la
población, mi cuadrado palacio en medio, y, frente a él, la iglesia que mandé
construir, a la que adosé en seguida, el año 1516, el convento de mi corazón,
el de Santa Ana, donde fue abadesa (que el Señor me perdone) esa mujer a la que
tanto quise, Catalina de la Puente… Y no sigo, secre, porque se me está
quemando de la emoción y el remordimiento todo el cableado ectoplásmico.
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