(972) Los españoles descansaron cinco días
en la provincia de Cofa, y siguieron su camino hacia su colindante, llamada
Cofaqui, cuyo cacique era hermano del que se despidió de ellos con permanente
amabilidad, teniendo, además, un generoso detalle de despedida: "Mandó a
un indio principal que se adelantase y avisase a su hermano Cofaqui de la ida
de los españoles a su tierra, diciéndole que le suplicaba los recibiese de paz
y sirviese como él lo había hecho, porque lo merecían. Con este recado del
cacique Cofa, envió otro el general al curaca Cofaqui ofreciéndole paz y
amistad. Tras recibir el curaca Cofaqui los comunicados de su hermano y del
gobernador, mandó preparar todo lo necesario en provisiones y gente de servicio
para agasajar a los españoles. Y, antes de que el gobernador llegase, le envió
cuatro caballeros principales acompañados de mucha gente que le diesen la bienvenida,
así como indios que les ayudasen a llevar
las cargas. El
gobernador llegó al primer pueblo de Cofaqui, donde estaba el cacique, el cual
salió a recibirle acompañado de muchos hombres nobles hermosamente arreados de
arcos y flechas y grandes plumas, con ricas mantas de martas y otras diversas
pellejinas tan bien aderezadas como en lo mejor de Alemania".
Hernando de Soto le contó a Cofaqui que su
plan era llegar pronto a Cofitachequi, y el cacique le prometió, para el
camino, la ayuda de cuatro mil indios de carga y de servicio más otros cuatro
mil de guerra. Aún no sabemos cómo
resultará ese generoso gesto, pero el cronista ya anuncia que, en principio,
Cofaqui había visto en la llegada de los españoles una oportunidad para dar una
dura lección a los indios de Cofitachequi, que, en numerosas ocasiones, les habían
hecho mucho daño, y, con tal fin, le dio instrucciones a su capitán más
importante, Patofa. Cuando ya partieron, ocurrió algo desconcertante. Avanzaban
con normalidad y bien orientados hacia Cofitachequi, siendo normal que los
indios de Cofaqui conocieran bien el camino que llevaba al territorio de sus
tradicionales enemigos. Pero llegaron a un punto en el que todos quedaron
desorientados, con el agravante de que les quedaban ya pocas provisiones. Hernando
de Soto le preguntó al capitán Patofa cuál fue la causa de haberse perdido, el
cual le contestó que ni él ni sus indios habían llegado tan lejos en sus
encuentros con los indios enemigos, porque siempre temieron i hastra sus
dominios: "Lo cual provocó que los casi diez mil hombres y cerca de
trescientos cincuenta caballos, cuando llegó el séptimo día de su camino, ya no
llevaban cosa de comer y, aunque el día antes se había ordenado que se tasase la
comida, porque no se sabía si la hallarían tan presto o no, era ya tarde, pues
no quedaba nada para guardar. De manera que nuestros españoles se hallaron sin
guía, sin camino, sin bastimento, perdidos en unos desiertos, atajados por
delante de un caudaloso río, por las espaldas, con el largo despoblado que
habían andado y, por los lados, con la confusión de no saber cuándo ni por
dónde pudiesen salir de aquellos breñales, siendo la falta de la comida lo que
más les acongojaba. Al gobernador le pareció que era lo más acertado no seguir
caminando hasta haber hallado camino, y mandó que saliesen cuatro cuadrillas una
legua la tierra adentro para ver si descubrían algún camino o tierra poblada,
encargando la misión a los capitanes Juan de Añasco, Andrés de Vasconcelos,
Juan de Guzmán y Arias Tinoco".
(Imagen) Dice Inca Garcilaso: "Voy a contar
un caso para que se vea lo que padecían
aquellos soldados. Un día de los de mayor hambre, cuatro soldados de los más
principales, quisieron saber qué alimentos tenían entre ellos, y hallaron que
apenas había un puñado de maíz. Para repartirlo, lo cocieron con el fin de que
creciese algo, y en buena igualdad, sin agravio alguno, les tocaba a diez y
ocho granos. Tres de ellos, que eran Antonio Carrillo, Pedro Morón y Francisco
Pechudo, comieron sus partes. El cuarto, que era (el guasón) GONZALO SILVESTRE,
echó sus diez y ocho granos de maíz en un pañuelo y los metió en el seno. Poco
después se topó con un soldado castellano, que se decía Francisco de Troche,
natural de Burgos, el cual le dijo: «¿Lleváis algo que comer?» Gonzalo
Silvestre le respondió por donaire: «Sí, que unos mazapanes muy buenos, recién
hechos, me trajeron ahora de Sevilla». Francisco de Troche, en lugar de
enfadarse rio el disparate. Llegó otro soldado, natural de Badajoz, que se
decía Pedro de Torres, el cual enderezando su pregunta a los que hablaban de
los mazapanes les dijo: «¿Vosotros tenéis algo que comer?» (que no era otro el
lenguaje de aquellos días). Gonzalo Silvestre respondió: «Una rosca de Utrera
tengo muy buena, tierna y recién sacada del horno. Si queréis de ella, partiré
con vos largamente». Rieron el segundo imposible como el primero. Entonces les
dijo Gonzalo Silvestre: «Pues, para que veáis que no he mentido a ninguno de
vosotros, os daré cosa que al uno le sabrá a mazapanes, si los tiene en gana, y
al otro a rosca de Utrera, si se le antoja». Diciendo esto sacó el pañuelo con
los diez y ocho granos y dio a cada uno de ellos seis granos, y tomó para sí
otros seis, y todos tres se los comieron luego antes que se recreciesen más
compañeros y cupiesen a menos. Y, habiéndolos comido, se fueron a un arroyo que
pasaba cerca y se hartaron de agua, ya que no podían de vianda, y así pasaron
aquel día sin más comida porque no la había". Y el cronista añade una
reflexión: "Con estos trabajos y otros semejantes, no comiendo mazapanes
ni roscas de Utrera, se ganó el Nuevo Mundo, de donde traen a España cada año hasta
trece millones de oro y plata y piedras preciosas, por lo cual me precio muy
mucho de ser hijo de conquistador del Perú, de cuyas armas y trabajos ha
redundado tanta honra y provecho a España". En la imagen vemos el embarque
de GONZALO SILVESTRE para La Florida en febrero de 1538. Era natural de Herrera
de Alcántara (Cáceres).
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