(955) Superado el obstáculo, entraron en
el pueblo de los indios a pesar del peligro: "Eran ya las dos de la tarde
cuando acabaron de pasar el río. Fueron al pueblo por necesidad que tenían de
parar en él, porque Juan López Cacho, con lo mucho que había trabajado en el
agua y con el gran frío que hacía, se había helado y quedado como estatua de
palo sin poder menear pie ni mano. Los indios, viendo ir los españoles al pueblo,
desampararon el lugar. Los castellanos entraron dentro y se alojaron en medio de
la plaza, pues no osaron entrar en las casas para que los enemigos, hallándolos
divididos, no los cercasen. Hicieron cuatro fuegos grandes. Al calor de ellos pusieron
en medio a Juan López, bien arropado con todos los capotes de sus compañeros.
Estuvieron en el
pueblo todo lo que restaba del día con gran temor de que Juan López los detuviera
tanto, que los indios se juntasen para cortarles el camino. Pero determinaron
anteponer la salud del compañero a todo el peligro que venir pudiese. Rehicieron
las alforjas con
la comida que por el pueblo hallaron, y su cuidado principal fue que no les
faltase maíz para los caballos, ni tampoco para los caballeros".
Pusieron centinelas durante la noche, y se
dieron cuenta de que los indios se estaban acercando en plan de ataque: "Los
españoles, viendo
con alguna mejoría a Juan López, lo pusieron bien arropado sobre su caballo y
lo liaron a la silla porque no se podía tener de suyo. Semejaba al Cid Ruy Díaz
cuando salió difunto de Valencia y venció aquella famosa batalla. Salieron del
lugar e iban siempre rápidos por las tierras pobladas alanceando a los indios
que topaban cerca de los caminos para que no diesen aviso de ellos. Durante
este día, que fue el sexto de su jornada, recorrieron casi veinte leguas, parte
de ellas por la provincia de Acuera, tierra poblada de gente belicosísima.
El séptimo día, enfermó
uno de ellos, llamado Pedro de Atienza, y pocas horas después, yendo caminando,
falleció encima de su caballo. Los compañeros le enterraron con mucha lástima
de tal muerte, pues, por no perder tiempo en su camino, no habían creído en la
gravedad de su mal repentino. Hicieron la sepultura con las hachas que llevaban,
y pasaron adelante con pena de que
faltase uno de ellos. Al ponerse el sol llegaron al paso de la ciénaga grande, y
es asombroso que en siete días anduvieran estos caballeros unas ciento siete
leguas. La cual hallaron que estaba hecha una mar de agua, con muchos brazos
que entraban y salían de ella, tan raudos y bravos que cualquiera de ellos
bastaba a dificultarles el paso".
Y, durante la noche, se repitió la
desgracia: "Pocas horas reposaron nuestros españoles sin sobresalto,
aunque no causado de los enemigos sino del excesivo trabajo que por el camino
habían padecido, pues, cerca de la media noche, uno de ellos, llamado Juan de
Soto, que era camarada de Pedro Atienza, el que atrás dejamos enterrado,
falleció casi repentinamente. No faltó en la cuadrilla quien a todo correr
saliese huyendo de ellos diciendo a grandes voces: 'Voto a tal, que nos ha dado
pestilencia, pues en tan breve tiempo, se han muerto dos españoles'. Gómez
Arias, que era hombre cuerdo, dijo al que huía: 'Harta pestilencia lleváis en
vuestro viaje, de la cual no podéis huir por mucho que hagáis. Si huis de nosotros,
¿adónde pensáis ir?, que no estáis en el Arenal de Sevilla'. Con esto volvió el
huidor y ayudó a rezar las oraciones que por el difunto se decían, mas no osó ayudar
a enterrar el cuerpo, pues todavía porfiaba en que había muerto de peste".
(Imagen) GÓMEZ ARIAS DÁVILA, al que el
cronista acaba de elogiar por su sensatez (y del que ya hice una reseña),
aparece, cinco años después de su participación en la terrible aventura de La
Florida, relacionado tangencialmente con un caso que nos muestra hasta qué
punto podía haber en las Indias conflictos entre las autoridades civiles y eclesiásticas.
(Necesitaré la imagen siguiente para explicarlo en su totalidad). En este
asunto van a aparecer personas que ya conocemos. Ocurrió que al clérigo PEDRO
DE MENDAVIA, deán (canónigo principal) de la catedral de León de Nicaragua, le
correspondía asumir los poderes de su hermano recientemente fallecido (año
1540), Francisco de Mendavia, fraile jerónimo y obispo de Nicaragua. Ambos eran
de Mendavia (La Rioja) y grandes defensores de los indígenas. Pero entonces
hubo alguien que quiso cortarle las alas a Pedro de Mendavia: RODRIGO DE
CONTRERAS. Personaje al que ya conocemos en sus luces y en sus sombras. Era
entonces Gobernador de Nicaragua, y, a pesar de sus muchos méritos, dejó fama
de ser cruel en la lucha contra los indios, a los que también trataba
injustamente en su afán por favorecer el enriquecimiento de los españoles
(considerando que era su deber como gobernador). Recordemos de paso que se casó
con la trágica MARÍA DE PEÑALOSA, triste viuda 'virtual' de Vasco Núñez de
Balboa, ejecutado por Pedrarias Dávila (padre de María), y que ambos vieron
morir a sus hijos Hernando y Pedro de Contreras por iniciar una rebelión contra
la Corona. Pues bien: Rodrigo de Contreras, avasallando la jurisdicción
eclesiástica, le prohibió al deán Pedro de Mendavia ejercer las funciones que
había asumido. Como ya venían arrastrando ambos el resquemor de conflictos
anteriores, la enemistad llegó a un grado extremo. Rodrigo, al encontrar
oposición a su actitud por parte del alguacil, el fiscal y el notario
eclesiástico, los apresó, y, además, liberó a un recluso que estaba en la
cárcel episcopal. La reacción de Pedro de Mendavia fue igualmente terca y
violenta: como vicario general de la sede episcopal vacante, excomulgó al
gobernador Rodrigo de Contreras, y abrió un proceso inquisitorial contra él por
usurpación de competencias eclesiásticas. (Continuará en la próxima imagen).
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