(963) Explica Inca Garcilaso que, muerto
de un flechazo el caballo de Gonzalo Silvestre, tuvieron curiosidad por saber
cómo había sido posible un resultado tan fulminante: "Abrieron el
caballo y hallaron que la flecha había entrado por los pechos y pasado por
medio del corazón y buche y tripas y parado en lo último de los intestinos. Así
son de bravos, fuertes y diestros en tirar las flechas los naturales de este
gran reino de la Florida. Mas no hay de qué espantarnos, si se advierte que desde
niños, movidos por su natural inclinación y de lo que continuamente ven hacer a
sus padres, les piden arcos y flechas. Y, porque viene a propósito, contaré un caso
que sucedió después en Apalache. En una de las primeras refriegas que los
españoles tuvieron con los indios de aquel lugar, recibió el maestre de campo
Luis de Moscoso un flechazo en el costado derecho (que le hirió y no le mató
por entrar a soslayo) pasando una protección de ante y otra de malla que
llevaba debajo, que, por ser tan pulida, había costado en España ciento y
cincuenta ducados, las cuales llevaban los hombres ricos por ser muy estimadas.
Los españoles, admirados de un golpe de flecha tan extraño, quisieron ver para
cuánto protegían las ricas cotas en las que tanto confiaban. Llegados al
pueblo, pusieron en la plaza un cesto, y, habiendo escogido la cota que más
estimaban, cubrieron con ella el cesto, que era muy fuerte, le dieron un arco y
una flecha a un indio de los que tenían presos, y le mandaron que la tirase hacia
la cota, que estaba a cincuenta pasos de ellos. El indio tiró la flecha, la cual pasó la
cota y el cesto tan de claro y con tanta furia que, si de la otra parte alcanzara
a un hombre, también lo pasara. Los españoles quedaron bien desengañados de lo
poco que las muy estimadas cotas les podían defender de las flechas, y, en son
de burla, las llamaban holandas (telas muy finas) de Flandes. Por lo
que, en lugar de ellas, hicieron sayos acolchados de cuatro dedos en grueso,
con faldamentos largos que cubriesen los pechos y ancas del caballo, resistiendo
así mejor las flechas que cualquier otra protección".
En su avanzada, Pedro Calderón y sus
hombres pasaron la ciénaga grande sin acoso de los indios, llegaron al pueblo
de Ocali, comprobaron que sus habitantes habían huido al monte, tomaron allí
provisiones, hicieron canoas y pasaron el río local: "Entraron después en
el pueblo de Ochile, y atravesaron toda la provincia de Vitachuco, llegando al lugar
donde fue la muerte del soberbio Vitachuco y de los suyos, al que los
castellanos llamaban el pueblo de La Matanza. Cuando se presentaron en
Osachile, lo encontraron también abandonado de sus moradores. Llegaron a la
ciénaga de Apalache habiendo caminado casi ciento treinta y cinco leguas con
toda la paz y quietud del mundo, de manera que, salvo la noche en que mataron
el caballo de Gonzalo Silvestre, no les dieron otra pesadumbre en todo este
largo camino". El cronista nos hace ver que no todos los indios de La Florida eran tan
agresivos como los apalaches (aunque sin llegar al grado de la excepcional
amabilidad del cacique Mucozo): "Los indios de la provincia de Apalache,
más belicosos que los pasados, quisieron suplir la falta y descuido que
tuvieron los otros en molestar y dañar a los españoles".
(Imagen) Puesto que Inca Garcilaso se está mostrando
parco en facilitarnos nuevos nombres de los españoles que protagonizaban
aquella aventura, recurriré, de vez en cuando, a las anécdotas que relata:
"El capitán Pedro Calderón, viendo que habían pasado lo más hondo del
agua, mandó que diez de a caballo, llevando a las ancas cinco ballesteros y
cinco rodeleros, se adelantasen para tomar un callejón angosto que había en la
otra ribera. Ellos fueron a toda prisa para cumplirlo. Entonces salieron muchos
indios con gran vocería y y les tiraron muchas flechas, con las que mataron el
caballo del portugués Álvaro Fernández, e hirieron a otros cinco, por lo que todos
los caballos dieron la vuelta sin que sus dueños pudiesen frenarlos, y
derribaron en el agua a los diez infantes que llevaban a sus ancas, casi todos
mal heridos. Viéndolos caídos en el agua, los indios arremetieron a toda furia para
degollarlos. Al socorro de ellos acudieron los españoles que se hallaban más
cerca, y los primeros que llegaron fueron Antonio Carrillo, Pedro Morón,
Francisco de Villalobos y Diego de Oliva, y se pusieron delante de los indios
para que no matasen a los infantes. Se acercaba otra gran banda de indios que
acudían a la victoria que los primeros habían cantado, yendo delante de todos
ellos un indio con gran plumaje y soberbia presencia. Venía a tomar un árbol
grande que estaba entre los unos y los otros, de donde podían, si los indios lo
ganaran, hacer mucho daño a los españoles, y aun impedirles el paso. Viéndolo GONZALO
SILVESTRE (fue quien se lo contó al cronista), llamó a grandes voces a
Antonio Galván (ya recuperado de unas heridas en la cabeza que casi lo
trastornaron), el cual, aunque era uno de los que habían caído de los
caballos, no había perdido su ballesta, como buen soldado. Fue en pos de
Gonzalo Silvestre, quien le insistió en que no tirase a otro sino al indio que
venía delante, que parecía ser el capitán de todos ellos. Cuando el indio se
dio cuenta de que los españoles se le acercaban, les tiró en un abrir y cerrar
de ojos tres flechas, las cuales Gonzalo Silvestre recibió en el escudo que
llevaba, que, por ir mojado, pudo resistir la furia de ellas. Antonio Galván le
tiró al jefe indio con tan buena puntería que le dio por medio de los pechos y,
como el triste no tenía más defensa que su pellejo, le metió toda la jara por
ellos. Sus indios lo tomaron en brazos con gran murmullo, y, tras hablar los
unos con los otros, se retiraron todos llevándolo por el mismo camino que habían
traído".
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