(957) Los españoles, después de tanto
sufrimiento y riesgo de enfermar debido al mucho frío y la humedad, más el
agotamiento del gran esfuerzo, se consolaron por haber conseguido que pasaran
la laguna todos los caballos, y por no ser víctimas de otro peligro mayor: "Dieron
gracias a Dios de que no hubiesen
acudido enemigos a cortarles el paso, que fue particular misericordia divina,
porque si, tras el trabajo que hemos dicho, se les añadiera haber de pelear contra
los indios, ¿qué fuera de ellos? La causa de no haber aparecido los indios
debió de ser estar aquella ciénaga lejos de poblado y ser ya invierno, porque
andan desnudos y acostumbran salir poco de sus casas. Los españoles hicieron grandes fuegos
para calentarse, y se consolaron con que de allí en adelante, hasta Hirrihigua,
no había malos pasos que atravesar. Antes que amaneciese siguieron su camino, y alancearon
cinco indios que toparon, para que no diesen la noticia de su ida. Caminaron
aquel día trece leguas, y, al amanecer del día siguiente, el décimo de su
viaje, pasaron por el pueblo de Urribarracuxi, donde no quisieron entrar para
no tener pendencia con sus moradores, y decidieron hacer noche tres leguas
antes de llegar al pueblo de Mucozo".
Lo que sigue es desagradable, pero no
procede ocultar hechos que repugnan. En aquellos años, aún se permitía
esclavizar a indígenas rebeldes, pero este caso es más cruel. Inca Garcilaso lo
cuenta pragmáticamente: " A poco más de media noche, salieron de la dormida, y,
habiendo caminado dos leguas, vieron en un monte que estaba cerca del camino un
fuego. Fueron
allá y hallaron muchos indios que con sus mujeres e hijos estaban asando maíz.
Los españoles acordaron prender los que pudiesen, aunque fuesen vasallos de
Mucozo, hasta saber si había sustentado la paz con Pedro Calderón, porque, si
no la hubiese mantenido, pretendían enviar a La Habana los que prendiesen, como
una muestra más de sus victorias. Arremetieron contra ellos, y, aunque los
indios salieron huyendo por el monte, prendieron a mujeres y muchachos, que
serían, en total, unos veinte. Estando presos, clamaban y lloraban diciendo
muchas veces el nombre de 'Ortiz', para recordarles que había sido muy bien tratado
por ellos y por su cacique (Mucozo). No les sirvió de nada, porque pocos
son los que se acuerdan de agradecer las buenas obras recibidas".
Recordemos que uno de los españoles, sin
fuerzas para montar, iba amarrado sobre el caballo, como el Cid después de
muerto: "Pasaron lejos del pueblo de Mucozo, y según caminaban, se les
cansó el caballo de Juan López Cacho, del cual nos hemos olvidado después de que
del pueblo de Ocali lo sacaron atado. Es de saber que, mediante el vigor de la
edad robusta, pues tenía poco más de veinte años, volvió en sí, entrando en
calor, y sanó del mal, de manera que por todo el camino trabajó después como
cualquiera de los compañeros. Pero su caballo, como trabajó tanto al pasar el
río de Ocali, estaba tan cansado que no podía seguir adelante, por lo cual lo
dejaron en un buen prado, quitándole el freno y la silla, que pusieron en un
árbol con el fin de que el indio que quisiese servirse de él lo llevase con
todo lo necesario".
(Imagen) Veremos enseguida que, durante la
campaña de La Florida, GONZALO SILVESTRE (a quien ya le dediqué una imagen), el
principal informador del cronista Inca Garcilaso, no tardará en encontrarse
(cumpliendo una misión) con Pedro Calderón (también le hice una reseña), quien,
en 1557, actuó como testigo en Badajoz sobre el informe de méritos de su
compañero. Aunque Pedro era un capitán de mucho prestigio, ha quedado prácticamente
olvidado. En 1557 llegó Silvestre a España, desterrado por el virrey Andrés
Hurtado de Mendoza por oponerse a una absurda orden suya, la de obligar (como
vimos) a los españoles a casarse porque había muchas mujeres sin marido. Además,
el virrey envió malos informes sobre él a España, uno de los cuales hacía
referencia a algo muy grave. Lo acusaba de haber intervenido (en 1553, tres
años antes de llegar el virrey a Perú) en el asesinato del gran Pedro de
Hinojosa, por oponerse a apoyar la rebelión de Don Sebastián de Castilla contra
la Corona. Quizá se debiera a que, como vimos, el virrey era un hombre muy
orgulloso y vengativo (que fue destituido por el Rey). Inca Garcilaso, que
mantuvo una larga amistad con Silvestre, nunca habló de esas acusaciones, ni,
en general, ninguno de los cronistas. Él se defendió con testigos, pero no se
conoce el resultado del proceso, aunque tuvo que resultar absuelto, o archivado
el caso, pues pasó el resto de su vida tranquilamente en un pueblo cordobés,
Posadas (aunque era cacereño). Estuvo viviendo de alguna merced que le concedió
el Rey, porque casi todo lo perdió en las Indias, de donde llegó, además, con
una pierna quebrada en la batalla de Chuquinga, cicatrices de guerra y, en la
cabeza, unas heridas supurantes, provocadas por alguna enfermedad contagiosa.
Aunque Inca Garcilaso lo apreciaba mucho, en parte debido a que gracias a sus
informaciones pudo escribir su libro sobre La Florida, se distanciaron porque
tuvo que hacerle muchos préstamos para sacarle de los apuros típicos de un
derrochador. No obstante, a la hora de la verdad, la de la muerte, GONZALO
SILVESTRE escogió a INCA GARCILASO como uno de los albaceas de su testamento.
Falleció en Posadas el año 1592, siendo voluntad suya que lo enterraran en la
iglesia de Santa María de las Flores, teniendo a su lado su espada, sus armas,
el peto y el espaldar, los mejores símbolos de su mayor grandeza, la de un
excepcional conquistador de Las Indias.
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