lunes, 15 de marzo de 2021

(Día 1368) Los que iban heroicamente en busca de Pedro Calderón y sus hombres temieron que los habían matado los indios, pero, finalmente, los encontraron.

 

     (958) Abandonaron, pues, el caballo, aunque temían que los indios lo mataran: "Con esta pena caminaron casi cinco leguas hasta que, con la sospecha de otra mayor, se les olvidó aquella, y fue que, al llegar a una legua del pueblo de Hirrihigua, donde quedó el capitán Pedro Calderón con los cuarenta caballos y ochenta infantes, iban mirando el suelo con deseo de ver rastro de caballos, y, como en ninguna manera hallaban pisadas, ni otra señal de caballos (qué fino Inca Garcilaso), recibieron grandísima tristeza, temiendo que los habían matado los indios, o ellos se habían ido de aquella tierra en los bergantines y la carabela que tenían". De haber ocurrido lo uno o lo otro, no podían ir a México por falta de barco, y les parecía imposible dar la vuelta para regresar al campamento de Hernando de soto, pues lo consideraban una muerte casi segura. Finalmente, comprendieron que no les quedaba más que una decisión lógica: "Se pusieron de acuerdo en que, si  no hallasen a los compañeros en Hirrihigua, matarían el caballo que sobraba, lo harían tasajos para tener comida y se aventurarían a volver adonde el gobernador quedaba, pues, si los matasen en el camino, habrían acabado como buenos soldados. Hecha la heroica determinación, siguieron su camino y cuanto más adelante pasaron tanto más aumentaban la sospecha y el temor que llevaban, pero al llegar a una laguna pequeña, que estaba a menos de media legua del pueblo de Hirrihigua, hallaron rastro fresco de los caballos y señal de que se había preparado lejía y lavado ropa en ella. Con estas muestras, se regocijaron grandemente los españoles, los cuales, con el contento que se puede imaginar, caminaron con más prisa y dieron vista al pueblo de Hirrihigua a la puesta del sol. Juan de Añasco y sus compañeros, llegando a galope de caballo con mucha algarada, grita y regocijo, corrieron a toda furia hasta el pueblo con muy buen orden, como si celebraran con una fiesta alegre y placentera el término de una misión tan trabajosa como la que hemos visto".

      El recibimiento fue entusiasta, pero Inca Garcilaso, de pasada, se fija en una de las mezquindades humanas, aunque lo remata ensalzando la heroicidad de los conquistadores:  "A la grita que daban los que corrían, salieron el capitán Pedro Calderón y todos los soldados, y holgaron mucho de ver la buena entrada que hacían los que venían. Los recibieron con muchos abrazos y común regocijo de todos, y fue de notar que, a las primeras palabras que hablaron, sin haber preguntado por la salud del ejército ni del gobernador ni de otro algún amigo particular, preguntaron casi todos, con gran ansia de saberlo, si había mucho oro en la tierra, pues el deseo de este metal muchas veces pospone a los parientes y amigos. Habiendo pasado muchos sufrimientos y peligros, acabaron estos veintiocho caballeros esta jornada, aunque no fue para terminar sus trabajos, sino para empezar otros mayores y más largos afanes, como adelante veremos. Tardaron en el camino once días. Uno de ellos gastaron en pasar el río de Ocali, y otro les ocupó la ciénaga grande, de manera que en nueve días caminaron unas ciento cincuenta leguas, que son las que hay de Apalache a la bahía que llamaron de Espíritu Santo (desde donde iniciaron la conquista de La Florida) y al pueblo de Hirrihigua. Por lo poco que hemos contado de esta breve jornada, se podrá considerar lo que los demás españoles habrán pasado en conquistar y ganar un nuevo mundo, tan grande y tan áspero como lo es de suyo, sin contar la ferocidad de sus moradores, y, por el dedo del gigante, se podrá adivinar el grandor de su cuerpo, aunque ya en estos días (el cronista estaba escribiendo hacia el año 1586), los que no lo han visto, como gozan a manos enjutas del trabajo de los que lo ganaron, hacen burla de ellos, pensando que lo consiguieron los conquistadores con el mismo descanso que ellos ahora lo gozan"

     (Imagen) Cuando vino a España GONZALO SILVESTRE injustamente desterrado por el virrey Marqués de Cañete, se movió para conseguir alguna compensación por parte del Rey. Entre los testigos que en Valladolid dieron fe de sus grandes méritos (año 1557), estaba NICOLÁS DE ALMAZÁN (nada tuvo que ver con La Florida). Por un registro de embarque (el de la imagen) sabemos que Nicolás había partido hacia las Indias el año 1535, siendo hijo de Luis de León y de Catalina Martínez de Almazán, ambos, vecinos de Valdepeñas (Ciudad Real). Datos posteriores revelan que se enriqueció con el premio de sus trabajos militares. En 1542 Carlos V le otorgó un escudo de armas familiar, quizá estando él presente en España, pues le dieron entonces permiso para llevar (o para que le enviaran) cuatro esclavos negros. Ya sabemos que en 1557 declaró en Valladolid para defender a Gonzalo Silvestre. Al año siguiente, lo preparó todo a conciencia para regresar a Arequipa, su residencia habitual en Perú. Le dieron licencia para llevar armas, un criado, dos clérigos y su propia familia. Además, tomó una precaución especial: Carlos V le ordenó al virrey, "a instancias de Nicolás de Almazán, vecino de Arequipa, que, en caso de fallecer en el viaje de vuelta al Perú, en el que le acompañan su mujer e hijos, se guarde con los mismos la provisión sobre sucesión de encomiendas de indios en las mujeres e hijos de conquistadores". A la hora de declarar a favor de Gonzalo Silvestre, dio datos de sus andanzas por Perú (tras volver de La Florida). Hizo alusión a las graves heridas que le produjeron, en la cabeza y en una pierna, en la batalla de Chuquinga (contra Girón), dejándolo cojo para siempre, y a que, no obstante, estuvo presente lesionado en la de Pucará, donde derrotaron al rebelde. Afirmó que las heridas se le abrían muchas veces y que, "cuando iba a España por la mar, se las vio abiertas, y salir materia de ellas". También dijo que siempre andaba muy bien armado, con dos caballos muy buenos y con esclavos negros. Sabía que, además, tenía propiedades en las minas de Potosí y de la villa de La Plata. Pues, bien: este Gonzalo Silvestre, a quien le gustaba vivir a lo grande, renunció a todo para evitar  cumplir la estúpida orden, dictada por el virrey, que le obligaba a casarse con quien no quería.




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