(463) La suerte fue doble, porque le concedió lo que quería: “Vaca de
Castro le dio un mandamiento firmado de su nombre para que el Adelantado
Belalcázar soltase de la prisión a Don Pascual de Andagoya. Llegó Vaca de
Castro al puerto de Buenaventura, y mandó a Merlo, su escribano, que fuese a
notificar el mandamiento a Belalcázar”. Vaca de Castro siguió su navegación
hacia Lima, y Cieza cambia de tercio, para que sepamos lo que ocurría entonces en
aquella ciudad.
Las
naos que Vaca de Castro había perdido de vista, superaron los temporales, y,
por ser más pequeñas y ligeras, llegaron pronto a Lima. Contaron allá lo que
había pasado y que no sabían nada de lo que fue de Vaca de Castro. Se lo podía
haber tragado el mar, o quizá hubiese logrado refugiarse en algún puerto. Según
Cieza, la idea de que nunca llegase a Lima, alegró mucho a los de Pizarro, y
entristeció sobremanera a los almagristas, “quejándose de su poca ventura, pues
lo estaban aguardando con la esperanza de que pronto los desagraviara de la
injusticia que se había hecho al matar al Adelantando Almagro, y no haberles dado a ellos repartimiento de
lo mucho que habían descubierto e merecido en aquel reino”.
Nunca se sabrá cómo habrían actuado los almagristas de ser Pizarro el
derrotado, pero está claro que el comportamiento implacable de los pizarristas
tuvo mucho que ver en que las guerras civiles continuaran, y con creciente
crueldad: “Los vencidos andaban muy tristes, e pasaban muy grandes necesidades,
pues no tenían más que una capa para diez o doce de ellos, e los vecinos los
trataban tan secamente que, aunque los veían morir de hambre, no les ayudaban
con cosa ninguna, ni querían darles de comer en sus casas”. Es decir, vivían
como si fueran mendigos. Antonio Picado vuelve a ser protagonista de otra
anédota, que, en este caso, se tomó como un siniestro augurio, y que confirma
el odio personal que le tenían los almagristas: “Acercándose el día de San
Juan, salieron a caballo a regocijarse los vecinos, y aconteció un presagio muy
malo. Y fue que Antono Picado tomó a las ancas de su caballo a un loco que se
llamaba Juan de Lepe, el cual, entonando la voz, comenzó a decir: ‘Esta es la
justicia que mandan hacer a este hombre (era
lo que decían los pregoneros cuando llevaban a ejecutar a alguien)’. Y,
cuando los almagristas le oyeron aquel
pregón, holgáronse, y decían que ellos tenían esperanza de que el dicho del loco
fuera profecía”.
Por la ciudad de Lima corrían sin freno rumores, tanto de que los
almagristas se estaban armando para vengarse, como de que Pizarro pensaba
actuar contra ellos. Aunque Pizarro parecía tomárselo a broma, quiso hablar con
Juan de Rada. Le mandó recado para que fuera a verle: “Viendo Rada que el Marqués
le llamaba, se turbó algo, y todos los almagristas quedaron en confusión hasta
ver volver a Juan de Rada, y con las armas preparadas. Llegado adonde estaba el
Marqués, este le dijo: ‘¿Qué es esto que
me dicen que andáis comprando armas para darme la muerte?”.
(Imagen) A pesar de que Pizarro le pidió sin tapujos explicaciones al
navarro JUAN DE RADA sobre los rumores de que él y sus amigos se estaban preparando para
matarlo, de alguna manera el diálogo sirvió para que se relajara la situación.
Rada le aseguró a Pizarro que las armas se habían comprado, no para atacar,
sino para defenderse, porque “nos dicen y es público que Su Señoría recoge
lanzas para matarnos a todos”. Le comentó, además, a Pizarro que también se
hablaba de que él había dado orden de matar a Vaca de Castro, el representante
del Rey, y, según Cieza, le añadió algo que resultaba lógico (como lo habría
sido practicarlo con Diego de Almagro el
Viejo, sin necesiad de matarlo): “Si Vuestra Señoría piensa matar a los de
Chile (los almagristas), no lo haga. Destierre en un navío a D. Diego el
Mozo, pues es inocente y no tiene culpa, que yo me iré con él”. Pizarro le
contestó airado que deseaba más que él que el juez Vaca de Castro llegara para
que pusiera fin a los enfrentamientos. Al oír lo que había dicho Pizarro, Rada
se ablandó, y le hizo saber que había tenido que empeñarse en más de quinientos
pesos comprando armas para poder defenderse si alguno trataba de matarlo: “El
Marqués, mostrándole más amor, le dijo: ‘No quiera Dios que yo haga tan gran
crueldad”. Cuando iba a marchar Rada, Pizarro le dio unas naranjas de su
huerto, “que eran las primeras que se daban en aquella tierra”. Ya de vuelta,
el Mozo y sus amigos recibieron a Juan de Rada aliviados, muy conscientes del
riesgo que había supuesto la visita. Pero la conspiracion siguió adelante.
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