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- Atención, literato. En este viaje histórico-turístico tenemos que coger otro
ramal para hablar de Alonso de Ercilla. Explica el plan, pero con convicción,
no sea que se nos bajen todos del barquito.
- Falta hará, capitán. Tras este desvío,
recuperaremos el afluente Sotomayor, y, finalmente, volveremos al caudaloso
Sarmiento. Pero ocurre que la guerra entre
mapuches y españoles fue tan épica y constante que le impulsó a Alonso
de Ercilla a cantarla en “La Araucana”, como lo acababa de hacer Camoens en “Os
Lusiadas” a mayor gloria (merecida) de las grandes aventuras portuguesas. Los
dos fueron testigos de lo que contaban, y los dos lo hicieron en verso, ganando
en mérito artístico, pero, ay, al precio de perder el detalle y la amenidad de
una crónica en prosa. ¡Qué gran vasco Ercilla! Se dice que nació en Madrid,
pero es posible que lo hiciera en Bermeo, porque su madre, al quedar viuda, se
trasladó desde su casa-torre de la villa vizcaína a la corte, siendo Alonso
casi un bebé (otra versión absolutamente equivocada le califica de ¡Duque de
Lerma!). Su prestigioso linaje le
permitió ser en 1548, con solo 15 años, paje de Felipe II, todavía príncipe,
disfrutando del enriquecedor “chollo” de recorrer con él Europa enterita. Jamás
olvidó su emoción al presenciar en Inglaterra (1554) la boda del joven y frío
Felipe con la enamorada y talludita María Tudor (para los protestantes “Bloody
Mary”), con la que tuvo que “cargar” por puras razones de estado. Estando allí
también otro típico personaje increíble de Indias, Gerónimo de Alderete, Felipe
le encargó la difícil tarea de someter a los mapuches (había muerto Valdivia),
y Ercilla, con la osadía de sus pocos años, se apuntó entusiasmado a la
aventura. Proseguid, reverendo abad de Jamaica.
- Grasias, gentil mansebo. En la isla de
Taboga, frente a Panamá, naufragaron; se salvaron tres, un anónimo, Alonso de
Ercilla y Alderete, que pronto se fue al garete (lo sé, pequeñín, es un chiste
fácil), porque, demenciado y enfermo, entregó su ánima al Creador. El
muchachuelo Alonso llegó a Perú, intervino en siete batallas campales de la
guerra del Arauco, de las que salió airoso, pero poco le faltó para morir
después por una tontería. En unos festejos, iba con el gobernador de Chile,
hijo del virrey Cañete, tuvo una bronca con otro acompañante, se liaron a
espadazos, y el irascible mandamás los condenó a la horca. Se les perdonó en el
mismísimo cadalso, pero fueron castigados a volver a España. Aunque en “La
Araucana”, lógicamente, los más ensalzados son los españoles, Ercilla nos
muestra con gran admiración a los míticos mapuches Lautaro y Caupolicán. Y todo
lo escribió robando tiempo al descanso, entre batalla y batalla. Falleció en
1594. Bye, my dear.
- Lo prometido es deuda: mañana,
Sotomayor. Bye, sweet Sancho.
En la foto, la soberbia torre de los
Ercilla en Bermeo, casi metida en el mar. Alonso de Ercilla terminó La Araucana
con un epílogo que hace una descripción emocionada de varias tierras del
imperio de Felipe II. Lo comienza con un piropo a su tierra y a su estirpe. Se
dice que la grandeza rebelde y, en cierto modo, democrática de los mapuches le
recordó el carácter de los vascos. Estos son los versos: “Mira al poniente, a
España y la aspereza / de la antigua Vizcaya, de do es fama / que depende y
procede la nobleza / que en aquellas provincias se derrama. / Ves a Bermeo,
cercado de maleza, / cabeza y primer tronco de esta rama, / y su torre de
Ercilla sobre el puerto / de las montañas altas encubierto”. Y no hay error en
lo de “al poniente”, porque Ercilla escribe estando en las costas de Chile,
bañadas por el inmenso Pacífico.
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