domingo, 28 de febrero de 2016

(189) - Atención, literato. En este viaje histórico-turístico tenemos que coger otro ramal para hablar de Alonso de Ercilla. Explica el plan, pero con convicción, no sea que se nos bajen todos del barquito.
     - Falta hará, capitán. Tras este desvío, recuperaremos el afluente Sotomayor, y, finalmente, volveremos al caudaloso Sarmiento. Pero ocurre que la guerra entre  mapuches y españoles fue tan épica y constante que le impulsó a Alonso de Ercilla a cantarla en “La Araucana”, como lo acababa de hacer Camoens en “Os Lusiadas” a mayor gloria (merecida) de las grandes aventuras portuguesas. Los dos fueron testigos de lo que contaban, y los dos lo hicieron en verso, ganando en mérito artístico, pero, ay, al precio de perder el detalle y la amenidad de una crónica en prosa. ¡Qué gran vasco Ercilla! Se dice que nació en Madrid, pero es posible que lo hiciera en Bermeo, porque su madre, al quedar viuda, se trasladó desde su casa-torre de la villa vizcaína a la corte, siendo Alonso casi un bebé (otra versión absolutamente equivocada le califica de ¡Duque de Lerma!).  Su prestigioso linaje le permitió ser en 1548, con solo 15 años, paje de Felipe II, todavía príncipe, disfrutando del enriquecedor “chollo” de recorrer con él Europa enterita. Jamás olvidó su emoción al presenciar en Inglaterra (1554) la boda del joven y frío Felipe con la enamorada y talludita María Tudor (para los protestantes “Bloody Mary”), con la que tuvo que “cargar” por puras razones de estado. Estando allí también otro típico personaje increíble de Indias, Gerónimo de Alderete, Felipe le encargó la difícil tarea de someter a los mapuches (había muerto Valdivia), y Ercilla, con la osadía de sus pocos años, se apuntó entusiasmado a la aventura. Proseguid, reverendo abad de Jamaica.
     - Grasias, gentil mansebo. En la isla de Taboga, frente a Panamá, naufragaron; se salvaron tres, un anónimo, Alonso de Ercilla y Alderete, que pronto se fue al garete (lo sé, pequeñín, es un chiste fácil), porque, demenciado y enfermo, entregó su ánima al Creador. El muchachuelo Alonso llegó a Perú, intervino en siete batallas campales de la guerra del Arauco, de las que salió airoso, pero poco le faltó para morir después por una tontería. En unos festejos, iba con el gobernador de Chile, hijo del virrey Cañete, tuvo una bronca con otro acompañante, se liaron a espadazos, y el irascible mandamás los condenó a la horca. Se les perdonó en el mismísimo cadalso, pero fueron castigados a volver a España. Aunque en “La Araucana”, lógicamente, los más ensalzados son los españoles, Ercilla nos muestra con gran admiración a los míticos mapuches Lautaro y Caupolicán. Y todo lo escribió robando tiempo al descanso, entre batalla y batalla. Falleció en 1594. Bye, my dear.
     - Lo prometido es deuda: mañana, Sotomayor. Bye, sweet Sancho.



     En la foto, la soberbia torre de los Ercilla en Bermeo, casi metida en el mar. Alonso de Ercilla terminó La Araucana con un epílogo que hace una descripción emocionada de varias tierras del imperio de Felipe II. Lo comienza con un piropo a su tierra y a su estirpe. Se dice que la grandeza rebelde y, en cierto modo, democrática de los mapuches le recordó el carácter de los vascos. Estos son los versos: “Mira al poniente, a España y la aspereza / de la antigua Vizcaya, de do es fama / que depende y procede la nobleza / que en aquellas provincias se derrama. / Ves a Bermeo, cercado de maleza, / cabeza y primer tronco de esta rama, / y su torre de Ercilla sobre el puerto / de las montañas altas encubierto”. Y no hay error en lo de “al poniente”, porque Ercilla escribe estando en las costas de Chile, bañadas por el inmenso Pacífico.


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