(170) - Salut, mon
petit noctambule; en noviembre de 1567 salió del Callao (puerto limeño) la
esperanzada flota mandada por Mendaña.
- Bonne nuit, Sanchó. Era Sarmiento el que
estaba seguro de que los incas habían ya tocado tierra en medio del Pacífico
(la cerámica que encontró Heyerdhal en Galápagos el año 1956 parece
confirmarlo), y, sin duda, el mejor elemento de la expedición, aunque algo
falto de cualidades diplomáticas. Quizá por envidias, la historia de su vida es
pródiga en humillaciones, pero nadie pudo jamás taparle la boca. Iban dos naos,
una capitaneada por él, que también ejercía como jefe del trazado de las rutas.
Pronto Mendaña empezó a ningunearlo, apoyándose en el otro piloto, Hernán
Gallego. Llegaron a unas islas que Pedro aconsejó ocupar, pero Mendaña, “ni
caso”, e incluso derivó la trayectoria más al norte de lo que indicaba el
experto cosmógrafo, con su correspondiente cabreo. Hay una cosa cierta: sin el
cambio de rumbo de Mendaña, habrían descubierto Australia. Tropezaron con una
pequeña isla, la llamaron Nombre de Jesús (quizá la actual Nui), y luego
(7/2/1528), otra grande a la que bautizaron como Santa Isabel (apelativo que
sigue teniendo), donde permanecieron tres meses entre antropófagos, a veces
belicosos y, otras, tan amigables que les ofrecieron carne humana (a punto
estuvieron de comerla sin darse cuenta). Llegaron a otra isla: cuéntalo tú,
clérigo sevillano.
- Con sabroso plaser, exemplar mansebo. El
piloto Hernán Gallego puso pie en esa ínsula y la llamó Guadalcanal, nombre
árabe, sí, pero también del pueblo sevillano donde nació ese argonauta
andaluz (¡quién te lo iba a decir, eh,
vicioso cinéfilo!: viste y viste en tu adolescencia, hasta pelar el asiento, la
película americana de hazañas bélicas que tiene ese título). Prosiga el llorón.
- Vale, daddy. Después avistaron la isla
de San Cristóbal (conserva el nombre), y otra, y otra, y otra... ¡leches, esto
es un archipiélago!: hay que bautizarlo
también. Resulta que el gran motor de aquellas aventuras eran los mitos, que
nunca resultaban realidad pero se convertían en otra cosa, como cuando Fleming
descubrió la penicilina sin pretenderlo,
“de pura chorra” (así hablan ahora los críos de diez años). No solo Sarmiento,
sino todos iban con la esperanza de encontrar la tierra de Ofir, los fabulosos
dominios de la Reina de Saba, que tantos tesoros había llevado a Salomón (ella
incluida). Pensaron que en aquellos parajes estaban las riquísimas minas de oro
y las nobles maderas que se utilizaron
en el Templo de Jerusalén, pero se dieron cuenta de que “va a ser que no”, y se
consolaron plantando un nombre que ha resultado inmortal: Islas Salomón. La
verdad es que resultaba quijotesco buscarlo en las antípodas del Oriente Medio.
Mañana seguiremos con los alaridos y lamentos de Pedro Sarmiento.
- Todavía
hoy, exquisito trovador, alguno defiende que la Reina de Saba residía en Perú, basándose en la
extraordinaria extracción de plata de este país: “hay gente pa tó”. À demain.
En este plano se ve claramente que la
expedición de Mendaña estuvo a un pasito de descubrir Australia (“la tierra
austral, o del sur”), pero el casi imberbe mancebo, en plan contreras, despreció el consejo de Sarmiento y viró
hacia el norte, llevando así en el pecado la penitencia, como todo rebelde sin
causa. Nada mejor que la preciosa talla (¡estos italianos!) de la Puerta del
Paraíso que se sacó de la manga Florencio Ghiberti, y la colocó en la catedral
de Florencia, para entender el nombre de las Islas Salomón; recoge la escena en
que el sabio rey judío se encuentra con
la bella reina de Saba: como fue
una soberana riquísíma, la flota de Mendaña, enardecida por el mito, salió en busca de sus prometedoras tierras.
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