(1442) Empezaremos la crónica de Ruiz Díaz
de Guzmán a finales de diciembre de 1552 (recordemos que él nació en Asunción
hacia 1559), continuando a partir de los hechos ya contados por Ulrico. En su
introducción, Ruy ya ha dejado claro que también Río de la Plata (que abarcaba
el territorio de Argentina y Paraguay) fue un infierno, aunque más llevadero
que el de Chile. Y nos estrenamos con una desgracia: “El general Domingo de
Irala les habló a los funcionarios de Su Majestad de lo importante que sería fundar
un puerto para escala de los navíos en la entrada del Río de la Plata, y, con
acuerdo de todos, se decidió llevarlo a efecto. Nombraron para ello al capitán
Juan Romero, el cual, con unos cien soldados, salió de Asunción en dos
bergantines, pasó por el paraje de Buenos Aires (recordemos que la ciudad
estaba abandonada), y se detuvo después en otra vertiente para fundar allí San
Juan, nombre que le ha quedado también al río. Después de un tiempo, los
nativos procuraron impedir la fundación e hicieron muchos asaltos contra los
españoles, impidiéndoles hacer sus sementeras”. Los españoles se vieron en
tantas dificultades, que se decidió enviarle un mensaje de lo que ocurría a
Domingo de Irala. Su respuesta fue encargar al capitán Alonso Riquelme que, en otro navío y con sesenta soldados, se
presentara en San Juan: “Cuando llegó, fue muy aplaudido por toda la gente,
pero la halló muy enflaquecida, y con pocas esperanzas de poder salir de allí
con vida, debido a los continuos asaltos de los indios. Por esta causa, y por otras
bien evidentes, estuvieron todos de acuerdo en abandonar por entonces aquel
puerto. Se metió la gente en los navíos que allí tenían, y, río arriba, tomaron
tierra en unas barranqueras muy altas y despeñadizas, donde quisieron descansar
y comer algo. Estando unas personas sobre aquellas barrancas, se desmoronaron
súbitamente, y cayeron todos hasta dar en el agua. Los cuales, sin escapar
ninguno, se despeñaron y ahogaron, habiendo sido el derrumbamiento tan grande,
que alteró todo el río. Y con tanto oleaje, que la galera que estaba cerca fue aplastada
como cáscara de avellana, y, vuelta boca abajo, la arrastró la corriente unos mil
pasos, hasta que se detuvo porque el mástil topó con un bajo. Tras llegar el
resto de la gente, la volvieron boca arriba, y hallaron una mujer que había
quedado dentro, habiendo Dios querido que no se hubiese ahogado en todo este
tiempo. Y no fue menor el peligro que los demás padecieron con los indios, pues,
al mismo tiempo que esto sucedió, fueron acometidos por ellos, viendo la
ocasión muy a propósito para hacerles algún perjuicio. Los nuestros, peleando
con ellos con gran valor, lograron ahuyentarlos, y, con la buena diligencia y
orden de los capitanes, fue Dios servido de librarlos de tan manifiesto
peligro. Lo cual sucedió el año 1552, el primero de noviembre, día de Todos los
Santos. Otras veces, este mismo día, han
sucedido en esta provincia grandes desgracias y muertes, por cuya razón se guarda
en ella siempre la festividad de dicho día, su víspera y el siguiente, sin
ocuparse en cosa ninguna, aunque sea de necesidad muy precisa, pues se ha visto
que, gracias a Nuestro Señor, el favor y auxilio de la Divina Majestad nos
socorre”.
(Imagen) Ruy Díaz de Guzmán nos explica
muy bien cómo los españoles ponían en peligro su propia vida para salir en
defensa de sus indios amigos, los cuales, sin duda, también les resultaban muy
útiles a ellos: “En este tiempo llegaron a la ciudad de Asunción ciertos
caciques guaraníes, de la zona de Guayrá y vasallos de Su Majestad, para
pedirle al General (recordemos que Irala fue gobernador intermitentemente)
que les ayudase contra sus enemigos, los tupíes, pues les causaban muy grandes
daños y muchas muertes con el apoyo de los portugueses de aquella costa. El
General Irala decidió ir personalmente a remediar estos agravios, y, con muchos
soldados y cantidad de indios amigos, llegó al río Paraná, yendo luego río
arriba en canoas y balsas hasta los
pueblos de los tupíes. Los cuales tomaron las armas rápidamente, saliendo a
resistirle al General, y tuvo con ellos una trabada pelea en un peligroso paso
del río, pero desbarató a los enemigos, los puso en huida, y entró en su pueblo
principal matando a mucha gente. Siguiendo adelante, tuvo otros muchos
reencuentros, pero en pocos días los dominó por completo. Después los tupíes
aceptaron algunos tratos de paz, y prometieron no hacer más guerra a los indios
guaraníes, ni volver a entrar en sus tierras. Entonces el General Irala le
encargó a Juan de Molina que, partiendo de aquellas tierras brasileñas, fuese
con amplia información sobre el estado de la gobernación de Río de la Plata
para entregársela a Su Majestad en España. Luego Domingo de Irala dio la vuelta
victorioso con su ejército, y, llegado
al río Piquirí, les preguntó a los nativos si conocían alguna vía cómoda para
descender navegando desde allí sin peligro hasta llegar a la zona más
llana. Los indios estaban algo confusos, pero había un
mestizo llamado Hernando Díaz, que era un mozo con malas intenciones por haberle
castigado el General otras veces sus liviandades. Dando una versión falsa, le
dijo a Irala que, según los indios, era fácil bajar en canoas por aquel río. Pero
el General prefirió que se llevasen por tierra muchas canoas y se echasen abajo
desde la catarata con cuerdas y maromas. Lo hicieron así y navegaron luego por
un río hasta llegar a otro llamado Ocayeré. Allí se vieron envueltos en
remolinos que hundieron muchas canoas y balsas, con gran cantidad de indios y
algunos españoles que iban en ellas, y habrían perecido todos los de la tropa,
de no ser porque, media legua antes, el General había descendido a tierra con
la mayor parte de su ejército. El resto del camino les resultó muy dificultoso,
porque tuvieron que atravesar grandes bosques y montañas, estando, además,
muchos de ellos enfermos y sin poder
caminar”. En la imagen, en rojo, GUAYRÁ, actualmente territorio brasileño.
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