(1422) Sigamos adelante con la crónica de
Ulrico, aunque hay que andar con pies de plomo porque su redacción, traducida
del alemán, resulta a veces confusa:
“Por entonces (marzo de 1541), Domingo Martínez de Irala ordenó que se
preparasen cuatro bergantines, tomó 150 hombres, dejando a los demás en
Asunción, y nos dijo que quería ir a traer a los españoles que se habían quedado
con los indios timbúes, más 160 españoles que estaban en Buenos Aires. Partió
con esa intención, pero antes de que él
llegara adonde los timbúes (allí estaba el fuerte español de Corpus Christi),
ocurrió que el capitán Francisco Ruiz, el sacerdote Juan Pavón y un secretario
que se llamaba Juan Hernández, actuando como gobernadores en funciones,
decidieron que se había de dar muerte al cacique de los timbúes,
y a otros indios principales. Así ejecutaron tamaño crimen, y los indios que,
por tan largo tiempo, habían servido en todo a los españoles, fueron pasados
escandalosamente de la vida a la muerte antes de que llegáramos nosotros. Al llegar
Domingo Martínez de Irala, mucho le pesó esta matanza y la
huida de los demás timbúes. Luego dejó provisiones en Corpus Christi, y también
20 hombres bajo el mando del capitán
Antonio de Mendoza, con la orden de que no se fiase de los indios, y de que, si
los timbúes quisieran volver a ser amigos, los tratasen bien y les mostrasen la vieja
amistad. Después de esto, nuestro capitán
general se llevó consigo a las tres personas causantes de la matanza,
Francisco Ruiz, Juan Pavón y Juan Hernández. Cuando estaban para hacerse a la
vela, se presentó allí un cacique de los timbúes, que se llamaba Legemi, gran
amigo que fue de los cristianos, pero que, a pesar de esto, tenía que darles el
gusto a los indios, y le dijo a nuestro capitán, Domingo Martínez de Irala, que
debería llevarse a todos los cristianos consigo, porque los timbúes estaban
alzados contra ellos y querían matarlos o expulsarlos del país. A esto le contestó el capitán general que él no tardaría en volver, y que sus soldados
podían defenderse de los indios. Le dijo también al cacique Legemi que debería trasladarse
con mujer, hijos y amigos adonde estaban los cristianos, a lo que contestó que
así lo haría. De inmediato partió nuestro capitán general,
Domingo Martínez de Irala, aguas abajo y nos dejó allí solos”.
Pero, si siempre los indios amigos podían
convertirse en enemigos, más probale era todavía cuando los españoles habían
castigado a su tribu: “Unos 8 días
después sucedió que el dicho timbú Legemi envió a uno de sus hermanos, llamado
Suelava, con engaño, y rogó a nuestro capitán, Antonio de Mendoza que le
mandase 6 cristianos armados, porque quería traernos con ellos a su familia, y
en adelante vivir con nosotros. Además nos comunicaba que él desconfiaba de de
los timbúes, y necesitaba seguridad para llevar a cabo su propósito con
seguridad. Sus palabras nos convencieron de sus buenas intenciones, nos prometía también que traería consigo
comida y cuanto nos hiciera falta; pero todo esto era picardía y engaño. Por su
parte, le prometió nuestro capitán que no sólo 6 hombres le daría, sino 50
españoles con buenas armas de defensa y ofensa, pero luego el capitán les dijo a
estos 50 hombres que no se descuidasen, y que estuviesen bien prevenidos, a fin de que
no cayesen en alguna celada de los indios”.
(Imagen) Los españoles habían cometido el
error de castigar injustamente a unos indios amigos: “No había más que un medio
cuarto de legua de distancia entre nosotros los cristianos y estos timbúes, y
cuando nuestros 50 hombres llegaron a las casas de ellos, en la misma plaza se
les acercaron los indios y les dieron un beso, como Judas el traidor al Señor
Cristo, y les trajeron de comer pescado y carne. Mientras comían los cristianos
se les fueron encima estos timbúes que habían sido amigos y otros que estaban
ocultos en las casas y en los rastrojos, y les bendijeron la mesa a los
españoles de tal suerte que ni uno de ellos salió de allí con vida, salvo un
solo muchacho que se llamaba Calderón. Dios los favorezca y tenga misericordia
de ellos y de todos nosotros. Amén. Una hora después partió el enemigo, siendo
unos 10.000 hombres, contra nuestro campamento, nos asediaron y creyeron
podernos vencer, pero esto no sucedió, ¡Dios, el Señor, sea loado! Durante 14
días acamparon fuera de nuestro pueblo y nos asaltaban día y noche. En esta
ocasión ellos se habían fabricado lanzas alargadas con las espadas, como lo
habían aprendido de los cristianos, y con estas nos atacaban y se defendían. Aconteció
en el mismo día en que los indios con toda la fuerza nos dieron el ataque
nocturno y nos quemaron las casas, que corrió nuestro capitán, Antonio de
Mendoza, con una espada a un portón. Allí estaban algunos indios tan
ocultos, que no se los podía ver, y estos ensartaron al capitán con las lanzas,
de suerte que ni ¡ay! pudo decir. ¡La misericordia de Dios le valga! Los indios
ya no podían estarse más tiempo, pues se les acabó la comida, por lo que
tuvieron que levantar su campamento y retirarse. Después de esto nos llegaron 2
bergantines con provisiones desde Buenos Aires, que nos mandaba nuestro capitán
Domingo Martínez de Irala para que nos sostuviésemos allí hasta su llegada. Nosotros
nos alegramos en gran manera, pero no
así los que vinieron con los 2 bergantines, porque lo sintieron mucho al enterarse
de la muerte de los 50 cristianos. Así, pues, decidimos entre todos no
quedarnos más tiempo allí, en Corpus Christi, junto a los timbúes, nos fuimos
todos juntos aguas abajo y llegamos a Buenos Aires, donde estaba nuestro
capitán, Domingo Martínez de Irala. Él se alarmó mucho con las noticias y fue
grande su pesar por la gente que se perdió, ya que no atinaba a
saber qué sería de él, ni lo que haría con nosotros, porque ya no teníamos
víveres. Pero días después nos llegó de España una pequeña nao, y nos
trajo la buena noticia de que otro navío, cuyo capitán era Alonso de Cabrera, había
arribado a Santa Catarina (Brasil) con 200 españoles. En cuanto lo supo nuestro
capitán, hizo preparar otra nave, y la envió a Santa Catarina, que está a 300
millas de Buenos Aires (ver imagen), bajo el mando del capitán Gonzalo
de Mendoza, encargándole que allí lo cargase con la máxima cantidad posible de víveres”.
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