(1390)
La noticia de la sublevación general de los indios llenó de preocupación
a las autoridades y a los habitantes de
Santiago: “El Cabildo de la capital se reunió de inmediato. La primera
resolución fue enviar al Perú un procurador general que diese cuenta al Virrey
de la deplorable situación en que se hallaba Chile, y que pidiese las más
eficaces ayudas que pudieran enviarse. Para desempeñar este cargo, fue
designado allí mismo don Juan Rodolfo de Lisperguer y Solórzano (pariente
del Juan Rodolfo Llisperguer al que, como vimos, mataron los indios en 1606),
pero no lo aceptó porque el viaje iba a ser ruinoso para él. Por ello, se decidió
hacer una leva de soldados en la propia ciudad. El corregidor recibió allí
mismo el encargo de alistar en Santiago las fuerzas que pudieran reunirse,
designando entre los vecinos los capitanes que debieran mandarlas. Esas tropas
salieron pocos días más tarde bajo las órdenes del mismo corregidor a guarnecer
las orillas del río Maule para impedir que los indios sublevados pasasen al
distrito de la ciudad de Santiago. Se organizó, además, una junta de guerra integrada
por los militares más experimentados que había en la capital, la cual debía
entender en todos los trabajos concernientes a la defensa del reino”.
Esa terrible amenaza de los indios era
algo nunca visto en la ciudad de Santiago, y las autoridades decidieron poner
en total alarma a los habitantes, pero dudaban de su legalidad: “Según las
antiguas leyes y prácticas españolas, en circunstancias como éstas enarbolar el
estandarte real equivalía a declarar a la ciudad en peligro, y a llamar a las
armas a todos sus habitantes. El Cabildo había pedido que se tomase esta medida,
pero, conocidas las resoluciones por las cuales el Rey había eximido a los
vecinos de Santiago del servicio militar, no era posible apelar a este recurso
sin la aprobación de la Audiencia, que, por no estar allí el Gobernador, tenía
el mando civil. El supremo tribunal, en vista de las circunstancias
extraordinarias por las que pasaba el reino de Chile, mandó por escrito enarbolar el real estandarte. ‘Y en su
cumplimiento, agregaba el acta de aquella ceremonia, el dicho día 1º de marzo, entre
las cinco y las seis de la tarde, con acompañamiento de los vecinos, así como
de compañías de a caballo e infantería del batallón de esta ciudad, en una
esquina de la plaza de ella, se enarboló el estandarte real con toda veneración’.
Los miembros del Cabildo debían renovarse de dos en dos para hacer la guardia
del estandarte real mientras estuviese enarbolado. Pero el día siguiente llegaron
a Santiago noticias mucho más alarmantes. Un soldado partido de Concepción
comunicaba los últimos desastres de la guerra, y traía, además, varias
comunicaciones, dos de ellas dirigidas al doctor don Nicolás Polanco de
Santillán, oidor más antiguo de la Real Audiencia. Una era del veedor Francisco
de la Fuente Villalobos, en la que anunciaba que, por cese de don Antonio de
Acuña y Cabrera, el Cabildo y el pueblo de Concepción le habían confiado el
cargo de gobernador y capitán general del reino de Chile. La otra había sido
escrita por el Gobernador depuesto. Contaba en ella el motín popular que lo
había privado del mando, y el peligro que había corrido de ser asesinado, y
pedía que cuanto antes enviase la Audiencia una embarcación en la que pudiera
trasladarse a Santiago para verse libre de los riesgos que a cada hora
amenazaban su vida”.
(Imagen) Todo había ocurrido en
Concepción, que es donde solían radicar los gobernadores por razones militares,
pero, cuando se supo en Santiago que el
Cabildo había sustituido allí por la fuerza a don Antonio de Acuña, dándole el
cargo de gobernador al veedor Francisco de la Fuente, los oidores de la Real
Audiencia no permitieron lo que, sin duda, era una barbaridad legal: “Era un
hecho enteramente nuevo en los anales de Chile, un acto que bajo el régimen de
las leyes, casi equivalía a un sacrilegio. Los dos oidores que en esos momentos
formaban la Real Audiencia de Santiago lo condenaron desde el primer momento como
un desacato contra la autoridad real, y acordaron comunicarles al Cabildo y a
la Junta de Guerra el delito en que habían incurrido los del cabildo de
Concepción. Reunidos el Cabildo y la Junta de Guerra, sus miembros estuvieron
casi unánimes en condenar lo sucedido en Concepción, y en pedir que se tomaran
medidas enérgicas para reponer en su puesto al gobernador Acuña, a pesar de que
la asamblea estaba convencida de que él era el responsable de esas desgracias.
Sólo uno de los regidores de Santiago, el capitán don Diego de Aguilar Maqueda,
se permitió expresar una opinión contraria, y hasta favorable al movimiento
revolucionario de Concepción, diciendo ‘que, dado que este reino está perdido
por omisión del Gobernador, y que consta haber hecho dejación de su mando, se
admita su renuncia, y que los señores de la Real Audiencia entreguen el
gobierno a quien corresponda’. La resolución de la asamblea, salvo la
divergencia de pareceres en algún detalle, fue que, actuando con prudencia para
no ofender a la ciudad de Concepción, que estaba sosteniendo la guerra, y a la
cual era necesario socorrer, se le encargase que devolviese el puesto al
gobernador Acuña, si bien parecía conveniente que este funcionario se
trasladase a Santiago, debido al rencor de los vecinos de Concepción. La
Audiencia, después de considerar nuevamente el asunto, envió el texto de sus decisiones a Concepción. En ellas censuraban
la conducta del veedor Francisco de la Fuente, no sólo por haber aceptado el
mando concedido por una asamblea sediciosa, sino también porque había comenzado
a aquietar a los indios por medio de tratos y de negociaciones, siendo así que el
crimen que habían cometido tomando las armas merecía un castigo ejemplar, ‘porque
no hay, decían, razón divina ni humana que justifique que el vasallo le haga
una guerra a su Rey por agravios personales’. Todos los indios habían sido declarados
vasallos del Rey, y solo tenían la prerrogativa de ser tratados como rebeldes”.
La opresión española era muy dura para
los nativos, pero Diego Barros se olvida de las ventajas que suponía ser
vasallos del Rey, como lo era cualquier español.
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