(1406) Estaba claro que el gobernador Francisco
de Meneses confiaba en que las numerosas quejas que tenían contra él los
españoles de Chile quedaran estancadas dentro del país, sin que el Rey llegase
a enterarse de nada. Pero, aun así, quiso dejarlo todo mejor amarrado, y puso gran
interés en impedir que saliesen de Chile
comunicaciones que lo delataran. Sin embargo, el obispo de Santiago, Diego de
Humanzoro, logró enviar a España una carta en la que, entre otras cosas, le
decía al Rey: “Por cédulas reales está ordenado que nadie, ya se trate de personas públicas o privadas, eclesiásticas o
seglares se atreva a abrir ni a retener las cartas que se escriben a V.M., ni las
que escriben unos a otros los españoles, por las gravísimas y justísimas razones
a las que se refieren las dichas reales cédulas. Pero vuestro gobernador, don
Francisco de Meneses, ha puesto vigilantes en todos los caminos para coger
dichas cartas, y, de hecho, ha abierto y leído muchísimas, no sólo de seglares,
sino también de eclesiásticos, sobre lo cual le he amonestado a la cara, y
significado la gravedad de este delito y pecado público, no sin riesgo
de ganarme su odio. Pero sigue haciéndolo, y en días pasados mandó a dos
personas de autoridad al puerto de Valparaíso que cogiesen todas las cartas que
van y vienen de Lima en navíos, registrando para ello a todas las personas, por
lo que es muy grande su desconsuelo”.
Y dice Diego Barros: “El Gobernador
consiguió descubrir en algunas ocasiones quiénes eran los que se mostraban
descontentos de su administración, e intimidar a otros que deseaban elevar sus
quejas ante el rey de España, pero no
logró impedir que llegasen a la Corte noticias de los atropellos de su
administración”. El Gobernador no
descuidó otra estrategia, que consistía en amañar informaciones para enviarle
al Rey versiones adulteradas de los hechos, a base de testigos premiados por él: “Del mismo modo, exigía que la Audiencia y
los cabildos le mintieran al Rey
diciendo que se habían conseguido muchos avances en las guerras contra los
mapuches, que reinaba en Chile y que se contaba con buena armonía entre las
diversas autoridades. Aunque algunos oidores o miembros de los cabildos oponían
gran resistencia a hacer esas afirmaciones, se veían obligados a firmar los
informes por el temor que les inspiraban los destemplados arrebatos del
Gobernador. Algunos de ellos utilizaron el recurso de informar reservadamente
al Rey, para darle cuenta de las tropelías cometidas por Meneses, manifestando
en sus cartas que era la violencia de este mandatario la que les había obligado
a firmar documentos falsos. Aunque el Gobernador. con su carácter impetuoso y
arrogante, y con el apoyo de la fuerza que tenía bajo sus órdenes, había
logrado doblegar todas las voluntades y rodearse de partidarios suyos que
sacaban provecho de aquella situación, no desaprovechaba oportunidad alguna de dar
a su poder la mayor amplitud. En su carácter de presidente de la Real
Audiencia, podía presidir las deliberaciones de este tribunal, pero le estaba
prohibido entrometerse en la administración de justicia. Meneses, sin embargo,
se mezclaba en todo, imponiendo su voluntad sin respeto alguno por las fórmulas
legales, y utilizando la justicia para sus intereses o para favorecer a sus partidarios".
(Imagen) Veamos con más detalle el
atentado que sufrió el insoportable gobernador Francisco de Meneses. El anciano
veedor Don Manuel de Mendoza se había atrevido a oponerse a las rapiñas que
hacía el gobernador en los fondos públicos , y, harto de los malos tratos que
también a él le había dado, le disparó con una pistola, errando el tiro: “El
Gobernador, echando mano a su espada y seguido de un ayudante, arremetió contra
Mendoza, quien, a su vez, se defendió. Un pobre vizcaíno, criado de Mendoza,
que fue desarmado a ayudarle, resultó muerto, y su amo pudo ocultarse en un
aposento del hospital franciscano. También Meneses había recibido algunas leves
heridas. El
cadáver del infeliz vizcaíno fue sacado del hospital, azotado en la calle
pública y colgado en una horca. Mendoza,
descubierto en su escondite, fue llevado a la prisión”. Aunque el hospital estaba
regentado por religiosos y tenían derecho de ofrecer asilo, no consiguieron que
se les devolviera a Mendoza, e, incluso, el Gobernador, en plena paranoia,
acusaba al obispo y a otras personas de complicidad en el atentado. Queriendo
confirmarlo, torturó salvajemente a Manuel de Mendoza, el cual aguantó su
terrible trance sin inventarse culpables. Todo el mundo le pedía a Francisco de
Meneses que, al menos, le perdonara la vida, pero se mantuvo inflexible:
“Zanjando el asunto como si fuera un juez, el 21 de octubre de 1667, dos días
después del atentado, las tropas cerraron las calles que daban a la plaza. Las
campanas de las iglesias tocaban anunciando la excomunión en que incurrían el
Gobernador y sus ayudantes si daban muerte al veedor Mendoza, ya que se había
atropellado su sagrado derecho de amparo en el eclesiástico hospital. Pero
Meneses, sin inquietarse por tales amenazas, entró en la prisión seguido por el
corregidor Calderón, el sargento mayor don Melchor de Cárdenas y otros
funcionarios que le eran absolutamente adictos. La ejecución del infeliz
Mendoza se consumó sin tardanza”. Así se cuenta en una crónica de la época: “Le
dieron garrote (vil) arrimado a un palo que no estaba bien colocado para
abreviar el sacrificio, y, como no acababa de morir, le dispararon en la
cabeza. Se observó que aun así seguía vivo, por lo que, según se dice, el mismo
gobernador Meneses, impaciente por el retraso, le hizo con el cuchillo muchas
heridas. Luego lo sacaron medio vestido en una manta a la plaza, en hombros de
cuatro indios de guerra que se hallaban allí prisioneros”. En la imagen se ve
que MANUEL DE MENDOZA iba a partir, en septiembre de 1664, de España hacia Chile,
como Veedor General del Ejército, con dos criados, uno de los cuales sería,
probablemente, el desafortunado vizcaíno. Solo llevaban en Chile dos años, y
les tocó un durísimo país y un gobernador psicópata.
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