(1409) Después de haber sido apresado el
hasta entonces gobernador Francisco de Meneses, se le sometió al llamado
‘juicio de residencia’, procedimiento habitual tras el cese de cualquier
funcionario público. En su caso era especialmente importante, por la casi
segura consecuencia de que sería apartado para siempre de la gobernación, dadas
las graves acusaciones de abusos cometidos por él y el odio general que se
había ganado con todo merecimiento. Pero era un personaje peligroso y capaz de
cualquier cosa para mantenerse a flote: “Era verdad que la opinión general le
era decididamente contraria, pero Meneses contaba con el apoyo de la familia de
su mujer, que, además de ser muy numerosa, gozaba de una alta posición y de
gran fortuna. El gobernador interino, Diego Dávila Coello, marqués de
Navamorquende, y el oidor don Lope Antonio de Munive, como inspector judicial,
quisieron conducir este asunto con toda rectitud, alejándose de las
exageraciones a que podían precipitarlos las pasiones enfrentadas, y al mismo
tiempo empeñados en esclarecer la verdad. Meneses, que permanecía preso en la
cárcel, fue llevado a su casa tras haber dejado una fianza de cien mil ducados,
que entregaron los parientes de su esposa. También se mandó de inmediato dejar
en libertad a muchos que, para huir de las persecuciones de Meneses, se habían
asilado en los conventos durante los últimos días”.
El juez Lope Antonio de Munive, encargado
de la investigación, tuvo un detalle que demostró sus deseos de imparcialidad
en los trámites de aquel juicio de residencia. Aun sabiendo que Francisco de Meneses
tenía un carácter detestable y que era capaz de cualquier cosa, quiso evitar la
influencia de personas demasiado vengativas: “Mandó retirarse a veinte leguas
de Santiago a los oidores don Gaspar de Cuba y Arce (quien más tarde, como
veremos enseguida, fue juez de la residencia tomada al buen gobernador Andrés
de Peredo) y don Juan de la Peña Salazar, que eran los principales
acusadores del gobernador depuesto, para que no influyeran en las primeras
investigaciones. Dispuso también que Meneses fuera trasladado a la ciudad de
Córdoba, situada en Tucumán (Argentina actual), donde debía permanecer
mientras se investigaba su conducta y se descubría el paradero de las
cuantiosas riquezas que, según la voz pública, había acumulado durante su
gobierno. Un cronista de la época, exagerando a veces, escribió al respecto:
‘Tenía Francisco de Meneses de hacienda un millón de ducados. No había en todo el reino de Chile oro, plata,
alhajas ni cosa preciosa que no terminase en su poder. Su caballeriza se
valoraba en cincuenta mil ducados. Los
frenos y estribos de plata los despreciaba por comunes, y los mandaba labrar en
oro, siendo sus vajillas inestimables por lo rico y abundantes’. Esta fortuna
colosal, cuyo total exageraban los enemigos de Meneses, era el
fruto de especulaciones sin escrúpulos y de parte de los bienes del tesoro
real, así como lo eran las riquezas que, según se contaba, habían acumulado
algunos de los amigos del Gobernador. La investigación de todos aquellos
negocios era más difícil que la comprobación de las violencias y atropellos que
había cometido Meneses”.
(Imagen) Se dio entonces una coincidencia
que cruzó la vida, en circunstancias de alguna manera parecidas pero con
actores muy diferentes, de dos exgobernadores de Chile: el crápula Francisco de
Meneses y el ejemplar Ángel de Peredo. Mientras el odiado Meneses era enviado
preso a Tucumán, el muy querido Peredo iba a ir al mismo lugar, pero gomo
gobernador de la zona. Y, asimismo, los dos estaban siendo investigados
mediante el preceptivo ‘juicio de residencia’: “Cuando comenzaba a hacerse esta
investigación a Francisco de Meneses, en abril de 1668 llegó a Santiago don
Ángel de Peredo. Promovido por la Reina al gobierno de la provincia de Tucumán,
venía a la ciudad de Santiago de paso, pero debía detenerse para ser sometido a
juicio de residencia por el tiempo que había tenido bajo su mando la gobernación
de Chile. Su llegada dio lugar a grandes manifestaciones de aprecio por parte
de los vecinos de Santiago, debidas a la templanza con que había gobernado,
pero movidas también por el deseo de demostrar su rechazo al gobierno de Meneses, el cual había sido enemigo
de Peredo. ‘¿Para qué buscar otros ejemplos -dijo un cronista-, teniendo ante los ojos el de
don Ángel de Peredo, que vino de paso a esta ciudad de Santiago para tramitar
su juicio de residencia, y su recibimiento pareció más un triunfo que una entrada?
¿No salieron a recibirle todos los jueces, miembros del cabildo y religiosos de
la ciudad? ¿Quién, de toda la nobleza, no salió obsequioso y ostentando aquel
día sus galas? La gente de la plebe, las mujeres, los muchachos, los indios y
los negros parecía que habían perdido el control, dadas las afectuosas demostraciones
de afecto que le mostraban’. El juicio de residencia de don Ángel de Peredo duró
cerca de un año. Por resolución de la Corte
de España, el juez de la causa fue don Gaspar de Cuba y Arce, decano de
la audiencia de Santiago y amigo apasionado de Peredo. Pero, aunque en manos de
tal juez la absolución del procesado estaba asegurada, parece ser que la
conducta de Peredo no daba lugar a serias acusaciones. “Me consta -le escribía
al Rey el gobernador interino Diego Dávila- que no ha habido contra él ninguna
demanda, y que es general el aplauso a su persona y a lo que hizo durante el
tiempo que tuvo a su cargo el gobierno de Chile’. Surgieron, sin embargo, innecesarias
dificultades por la intervención de los tesoreros de la Corona, que pretendían
juzgar sobre las cuentas de los gastos ocasionados por el ejército, pero, en
definitiva, Peredo fue absuelto de toda culpa. En otoño del año siguiente
(1669) partió para la provincia de Tucumán, a la que gobernó durante seis años,
y donde falleció el año 1677, dejando el recuerdo de haber sido en sus cargos
tan activo como honrado y bondadoso”.
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