(1326) Ocurrió la tragedia de Lisperguer y
sus hombres en Boroa, pero tardó en saberse en el fuerte de San Ignacio, del
que habían partido: "Las tropas que habían quedado allí, estuvieron
algunos días sin tener noticia cabal de la derrota y muerte de sus compañeros.
El hecho de que no volvieran y la arrogancia de los indios que se acercaban a
las trincheras con aire de triunfo, hacían comprender que Lisperguer había
sufrido un gran descalabro, pero no era imaginable su magnitud. Por fin, un día
se presentó en el fuerte el alférez Alonso Gómez, que había asistido a la
batalla. Prisionero de los indios, había logrado escaparse de sus manos, y pudo
dar a los suyos amplios informes sobre lo ocurrido en aquella terrible jornada.
Esos informes hacían suponer que la plaza de San Ignacio, sin poder comunicarse
con los otros asentamientos españoles, estaba condenada a ser el teatro de las mismas
angustiosas calamidades que se repetían en aquella guerra despiadada e
interminable. Sin embargo, no les faltó el ánimo a los españoles que defendían
el fuerte. Por falta de otro jefe de mayor antigüedad,
tomó el mando de esa gente el capitán Francisco Gil Negrete, joven de
veinticinco años, llegado a Chile con el refuerzo que vino de España el año
anterior, pero preparado para la guerra por buenos servicios prestados en
Flandes. Comenzó por reducir el fuerte a la sola porción que podía defender
con las escasas tropas que tenía, mantuvo incesantemente la más activa
vigilancia, rechazó con ventaja dos atrevidos ataques de los bárbaros y se
mantuvo firme en su puesto durante dos meses enteros de asedio, de asechanzas y
de privaciones. Sin embargo, ese puñado de valientes parecía destinado a
sucumbir en un tiempo más o menos largo, en un desastroso combate o en medio de
los horrores del hambre".
El Gobernador García Ramón había pasado el
invierno de 1606 en la ciudad de Concepción: "Aunque había perdido la
confianza en las paces que ofrecían los indios y en los efectos que podía
producir el indulto acordado a estos por el Rey, creía disponer de tropas para someterlos por la fuerza. En esas
circunstancias, recibió el Gobernador la noticia del levantamiento de los
indios. 'Ayer, le escribía al Rey, tuve aviso de que se había levantado todo el
estado de Tucapel, y, aunque me ha de costar gran trabajo y mucha sangre ponerlos
en buena paz, no me preocupa mucho, pues tengo las cosas dispuestas y confío en
Dios que ha de ser para bien y que estos indios llevarán el castigo que sus
grandes traiciones y maldades merecen. Conseguiré hacer que estén de paz como
yo quisiere y como conviene al servicio de Dios y de Vuestra Majestad, o que
mueran en la pelea, o yo mismo, pues habré cumplido con mi obligación'. El
Gobernador, contra los sentimientos que había manifestado al partir de Lima, ya
no quería oír hablar de tratos de paz con los indios. Estaba resuelto a
hacerles la guerra a sangre y fuego, y pretendía escarmentarlos para siempre
con tremendos castigos. En esos mismos días había creído descubrir una
conjuración de las tribus que vivían sometidas al sur del río Maule. Se contaba
que esos indios habían concertado el dar muerte al Gobernador en Cauquenes o
Purapel, cuando pasara a invernar a Santiago, y declararse enseguida en abierta
rebelión".
(Imagen) El Gobernador García Ramón se
libró por pura casualidad del ataque que estaban preparando los indios para
matarlo (sabían que tenía intención de ir a Santiago), y él mismo lo comunicaba
por escrito: "Fue Dios servido impedirlo al darme el pensamiento de quedarme en Concepción a invernar, con lo que
no pudieron ejecutar este mal intento. Se prendieron a muchos caciques, y confesaron
su intención, por lo cual se ha hecho tan gran castigo, que creo que no
pensarán jamás en semejantes maldades". Abominando ya de cualquier
estrategia de trato humano con aquellos terribles indios, las actuaciones de
García Ramón se pusieron a la altura de la crueldad mapuche, y, eso, sin tener noticias todavía
de la masacre ocurrida en Boroa: "El 15 de octubre partía por fin de
Concepción, llegó a los valles de Arauco, y durante cuatro días hizo una guerra
implacable a las tribus comarcanas. Todos los prisioneros eran pasados 'a
cuchillo, sin reservar mujeres ni niños', dice el mismo Gobernador. Después dio
la vuelta hacia la cordillera de la Costa, y repitió sus sangrientas correrías
en Cayocupil. 'Es el lugar más rebelde de aquella zona, dice, y donde se preparan
todas las maldades de esta guerra. Tomé mucha gente y fue pasada a cuchillo,
procurando averiguar las causas que la habían movido a rebelarse. Todos dicen unánimemente
que la paz que le aceptaron al Gobernador Alonso de Ribera fue sólo a fin de conservar
sus provisiones y procurar matar a los españoles'. En la tarde de ese mismo día
en que había desbaratado a los indios de Purén, se presentó ante García Ramón
un español llamado Rivas. Era uno de los pocos soldados que escaparon con vida
en el desastroso combate de Boroa. Habiéndose liberado de las manos de los
vencedores, vivía desde entonces oculto en los bosques, alimentándose con
yerbas y frutas silvestres, y caminaba de noche con la esperanza de llegar a
alguno de los establecimientos españoles. Al oír desde su escondite las
trompetas de los suyos, había acudido presuroso a incorporarse en el ejército
que batallaba en Purén. Rivas podía contar todo lo que había ocurrido en la
pelea de Boroa, pero ignoraba por completo la terrible suerte que había corrido
la guarnición de soldados que quedaba en la plaza. Fácil es concebir la
dolorosa sorpresa que aquellas noticias debieron producir en el campo español.
Algunos capitanes, suponiendo irremediablemente perdido el fuerte de San
Ignacio, y muertos a sus defensores, creían inútil pasar adelante, y no
hablaban más que de dar la vuelta al norte. García Ramón, sin embargo, fue de
distinto parecer, y con toda resolución determinó continuar su marcha hacía la
región de La Imperial". Como contraste de tanto horror, hoy vemos
pacíficas monjas en Boroa.
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