jueves, 12 de mayo de 2022

(1721) El ejército que salió de España llegó a Chile tras un año de viaje, con unos mil hombres y pocas deserciones. Había allí muchos españoles presos de los indios. Su vida era un horror, especialmente para las mujeres, y los rescates, escasos.

 

     (1321) Es difícil imaginar el esfuerzo y los sufrimientos que aquel larguísimo viaje iniciado en España les tuvo que suponer a los españoles que se aventuraron a ir a Chile (un país que solo conocían de oídas), quizá motivados por la necesidad de huir de la miseria que padecían en sus lugares de origen, y probablemente engañados por la ilusión de conseguir grandes victorias que dieran como resultado la gloria y la riqueza: "La navegación  por el río de la Plata, desde Maldonado a Buenos Aires, los retrasó ocho días, llegando allá el 7 de marzo de 1605. Al desembarcar el capitán Mosquera, encontró allí a Hernando Arias de Saavedra, el cual estaba al mando de aquel territorio, y se dedicó con mucho empeño a preparar víveres (que no fueron suficientes) y carretas para que los expedicionarios siguieran su viaje a Chile. Mosquera partió de allí con su ejército el día 17 de marzo, pero, por más esfuerzo que puso en acelerar su marcha, no le fue posible llegar a Mendoza (la distancia es de mil km, y les faltaban otros 300 hasta llegar a Santiago de Chile) antes del 2 de mayo, cuando los caminos de la cordillera de los Andes comenzaban a cubrirse de nieve, y (de intentar seguir) las tempestades del invierno habrían comprometido la suerte de toda la expedición. Se vio forzado a esperar la vuelta de la primavera, pero el celo que Mosquera desplegó para mantener la disciplina de la tropa la salvaron de las deserciones durante los seis que permanecieron allí. 'En tan largo tiempo, escribía Mosquera, ha habido muertos, pero solo desertaron seis hombres. En Mendoza se pusieron de acuerdo soldados para huir, di garrote (horca) a tres, y todos los demás quedaron pacíficos'. Por fin, en los últimos días de octubre, cuando la primavera había comenzado a derretir las nieves de los Andes, un total de novecientos cincuenta y dos hombres volvieron a emprender su marcha, y entraron en Santiago el 6 de noviembre de 1605. En los desfiladeros de la montaña, se cruzaron con Alonso de Ribera, quien, con un séquito de cuarenta hombres, se dirigía a hacerse cargo del gobierno de Tucumán".

     Siempre que en Chile los españoles veían que llegaban más soldados para aliviar las angustias de los cercos a los que tenían sometidas varias poblaciones los implacables mapuches, se llenaban de alegría y la expresaban eufóricamente. Era un optimismo excesivo, pero necesitaban mantener la ilusión de que la continua pesadilla terminara algún día: "La llegada desde España de este refuerzo de soldados, el más considerable que hasta entonces habían tenido en Chile, produjo un contento infinito. Se celebraron en Santiago procesiones para dar gracias al cielo por tan oportuno socorro. El cabildo de Santiago acordó obsequiarle con una cadena de oro al capitán Mosquera, el cual escribió después: 'Gustaron mucho los soldados que yo traía, pues todos eran mozos, muy bien disciplinados y muy hábiles con las armas. Luego fue a verlos el Gobernador'. Pero los oficiales reales de Santiago, informando también al Rey, no omitieron decirle que estaban casi desnudos, y la mayoría sin camisas ni calzado. Se hizo un apaño con la ropa que el gobernador Alonso García Ramón tenía almacenada, recurriendo también a los  fondos de la Hacienda Real, a  los que había enviado el virrey de Perú y a la colaboración desinteresada de los vecinos". Habían, pues, terminado su larguísimo viaje trasatlántico los casi mil soldados, que iban a poder descansar un breve tiempo, pero pronto estarían preparados para la segunda parte de su odisea: la guerra contra los durísimos mapuches.

 

     (Imagen) Adelantemos algo de lo que se intentó hacer en Chile con el añadido de los refuerzos que llegaron de España: "Uno de los fines que el Gobernador García Ramón se había propuesto al emprender esta campaña era el de liberar a los cautivos españoles que vivían entre los indios en la más penosa esclavitud. Se sabía que, entre hombres, mujeres y niños, eran más de doscientos,  y los que habían podido fugarse contaban sus padecimientos con el más aterrante colorido. Movía sobre todo a compasión la suerte de las infelices mujeres: 'Llegadas las afligidas esclavas a las silvestres chozas (contaba un escritor de la época), comenzaron las mujeres de los indios a recibirlas con mil injurias e ignominias. De ser apacibles señoras, quedaron como esclavas sujetas a mil miserias. Las cosas en que comúnmente se ocupan, son las más abatidas y bajas en que se suelen ocupar los más viles y despreciados esclavos, maltratándolas los indios con rigurosos castigos. La noticia de estos padecimientos despertaba la compasión de todos los españoles de Chile. El virrey del Perú había encargado que no se ahorraran esfuerzos para restituir a sus hogares a aquellos desgraciados prisioneros. Los padres mercedarios de Lima, redentores de cautivos, habían recogido cinco mil pesos en limosnas, enviándolos a Chile convertidos en mercaderías para ser repartidas entre los indios por el rescate de sus prisioneros, pero, cuando se intentó canjearlas, se tropezó con dificultades de toda naturaleza. Los capitanes y oficiales que servían al lado del Gobernador presentaban sus propios méritos para que en esos rescates se diera preferencia a sus parientes cautivos. Los indios, por su parte, se negaban a entregar a los presos. Había, también, mujeres que, durante más de seis años de cautiverio, tuvieron hijos de los que ya no querían apartarse, o sentían vergüenza de presentarse con ellos delante de sus familiares. Los niños criados en el cautiverio habían adquirido las costumbres de los salvajes, hablaban solo su idioma y no querían cambiar de lugar. Total que los españoles solo pudieron rescatar a veinte hombres, treinta mujeres, dos mulatos y algunos indios amigos. El gobernador García Ramón, en vista del pobre  resultado obtenido mediante la templanza usada con los indios, le escribió al virrey: 'Pondré en ejecución lo que se me ordene, pero a lo que yo más me inclino es a que la guerra se haga como los indios la hacen, a fuego y sangre, para poder rescatar a las mujeres, aun a riesgo de que ellos las maten'. Estas penalidades del cautiverio se aumentaban con las noticias que recibían aquellas infelices cautivas de los nuevos desastres de los españoles y de la pérdida de toda esperanza de recobrar su libertad".





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