(1312) Atendiendo al deseo que,
impacientemente, tenía Alonso de Ribera para darles alicientes a los soldados,
el Rey fijó una cantidad anual de 20.000 ducados, destinada al pago de sus
salarios a través del virrey de Perú. En cuando lo supo el gobernador Ribera,
lo hizo público en un bando con las siguientes palabras: "Se comunica a
los soldados y oficiales lo ordenado por el Rey para que, todos los que
quisieren venir a tener su puesto bajo las reales banderas, sepan que se les
darán los dichos sueldos, conforme a la plaza que en que cada uno
sirviere". Sin embargo, lo prometido no era una gran cantidad:
"Conociendo el gobernador que, a causa del alto precio de la ropa y de
otros artículos, esos sueldos eran relativamente mezquinos, y que, además, las
penalidades de la guerra habían de atraer a pocas personas que quisieran
enrolarse voluntariamente en el ejército, el Gobernador ofrecía en premio
repartimientos de indios a los soldados que sirviesen mejor, y decía que iba a
hacer las gestiones convenientes para obtener un aumento en los mismos sueldos.
Con este aliciente, Ribera, dejando algunas tropas para la defensa de
Concepción y de los fuertes establecidos, pudo formar una columna de 580
hombres, al frente de la cual se proponía hacer una nueva campaña en los meses
que quedaban de verano. Había podido reunir con dificultad los caballos
necesarios para una tropa de doscientos jinetes. Los cuales, partiendo por
delante, y penetrando más al sur de los últimos fuertes españoles (era la
estrategia de adelantar la frontera con los mapuches), comenzaron a hacer
una guerra implacable a los indios que poblaban los campos de Angol y de
Mulchén. Ribera, entre tanto, había salido de Concepción el 28 de febrero al
frente de las tropas de infantería, y se dirigía también al sur, para dar mayor
impulso a las operaciones. Esta campaña duró sólo quince días".
En ocasiones, los mapuches eran
conscientes del impulso agresivo de sus enemigos, y se retiraban: "Los
bárbaros, según su costumbre, no querían empeñar combate con fuerzas compactas
de los españoles, y se dispersaban en fuga en todas direcciones, yendo a
refugiarse de forma numerosa en las famosas ciénagas de Purén y de Lumaco,
donde en tantas ocasiones se habían escapado de la persecución de sus enemigos.
Ribera, sin temer ninguna dificultad, mandó que los indios amigos cubriesen los
pantanos con fajina (montones de ramas), y, haciendo avanzar su
infantería, obligó a los bárbaros a abandonar sus posiciones y a continuar su
fuga y su dispersión. Si en estas jornadas no consiguió hacer al enemigo daños
más considerables, logró al menos rescatar a veintiséis cautivos, muchos de
ellos apresados en la Imperial, en Valdivia y en Villarrica (su situación
tenía que ser tremenda)". Alonso de Ribera informó lo siguiente:
"Recibió el enemigo en esta entrada mucho daño en sus provisiones y
ganados, porque se quemaron más de seiscientos ranchos, en los que tenían gran
cantidad de comidas. En sus personas se les hizo poco, porque no se mataron más
que seis o siete, ya que estos huyen
fácilmente cuando les conviene, y tienen la tierra tan en su favor, que, aunque de nuestra parte
se hicieren todos los esfuerzos posibles, no hay forma de conseguir más de lo
que digo".
(Imagen) Todo se iba a ir complicando,
pero el gobernador Ribera se empeñaba en ver síntomas de mejora: "Creía
que los indios habrían escarmentado con los castigos que sufrieron, pero, en
marzo de 1604, mientras él estaba de campaña en Purén, los mismos nativos caían
por sorpresa sobre los españoles en Hualqui y repetían las habituales depredaciones.
Dieron muerte a los españoles y a los indios amigos que encontraron en su
camino, y apresaron a muchos otros para llevarlos cautivos. 'En esto echará de
ver Vuestra Majestad, decía Ribera en una carta, cuán bravos son estos indios.
Ocurre también que les ayuda mucho el hecho de ser tan grandes traidores los
indios de paz, que ningún secreto hay en nuestra tierra que no se lo
comuniquen. Pero no se les castiga, porque sería menester ahorcar a casi todos
los indios de la frontera. Y, además, todo
esto se les sufre porque nos ayudan en lo que es la guerra, y porque nuestra
principal intención es someterlos al servicio de Vuestra Majestad y a la santa
fe católica, cosa que ellos toman tan de burla, que es grandísima lástima, y, a
mi entender, no se salvará ninguno (en el más allá), excepto los niños
que mueren bautizados en la edad de la inocencia'. Estas palabras del
Gobernador muestran el carácter especial de aquella guerra interminable, y la
inutilidad de los esfuerzos que se habían hecho para convertir a los indios a
la religión cristiana". El Gobernador quedó decepcionado, y tuvo que
repetir la campaña: "Estas hostilidades de los indios obligaron a Ribera a
volver con sus tropas a los mismos lugares en que había luchado tres meses antes.
Emprendió de nuevo la estéril persecución de los indígenas, los cuales se
refugiaban en las montañas abandonando sus campos y sus habitáculos a la saña
implacable de sus perseguidores. Contra el parecer de la mayoría de sus
capitanes, que creían avanzada la estación para hacer nuevas expediciones, el
Gobernador se dirigió a la plaza de Arauco. Habiendo llegado allí el 1º de
abril, hizo correrías que solo dieron
como fruto la destrucción de los sembrados y chozas de los indios. Por un
momento, Ribera se hizo la ilusión de que los poblados de esa comarca querían
aceptar la paz. Incluso recibió mensajeros de algunos caciques, y se empeñó en
demostrarles las ventajas que
obtendrían poniendo término a esa guerra en la que ellos mismos eran los más
perjudicados. Pero, como siempre, no llegaron a ningún resultado práctico. Los
bárbaros sabían que, con la paz,
quedarían en una condición semejante a la de los esclavos, y, además, se
ganarían el odio y la guerra de las otras tribus, con las atroces depredaciones
que estas ejercían sobre aquellos de sus compatriotas que se sometían a los
españoles".
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