(1280) Francisco de Quiñones, cuya vida
fue un continuo ajetreo, rondaba ya los sesenta años cuando se disponía a
partir hacia tierras chilenas, y va a
tener muchas dificultades para alistar a 'insensatos' que quieran acompañarlo
en la aventura: "Apenas designado por el Virrey para desempeñar el cargo
de gobernador y capitán general del reino de Chile, don Francisco de Quiñones hizo
publicar en la plaza mayor de Lima un
solemne bando que anunciaba al pueblo el viaje que iba a emprender, y le pedía
su cooperación. Después de recordar los desastres de Chile y la obligación en
que estaban todos los vasallos del Rey de acudir a su servicio, ofrecía 170 pesos
de plata como sueldo a quienes quisieran acompañarlo como soldados en la
pacificación de este país, comprometiéndose a darles permiso para volverse al
Perú cuando lo solicitasen. A pesar de tan halagadoras promesas, fue imposible
enganchar los trescientos hombres que se había querido mandar a Chile. Era tal
el desprestigio de este país, que las gentes se resistían enérgicamente a
enrolarse en esta columna. Por otra parte, hacía poco que el Virrey había
enviado un contingente mucho más considerable de tropas a Panamá para la
defensa de la región del istmo contra los ataques de los piratas ingleses, por
lo que la población aventurera que suministraba soldados para la guerra era
entonces mucho menos numerosa. Después de casi tres meses de afanes, Quiñones
sólo había podido juntar ciento treinta hombres, y con ellos se decidió a
partir para su destino. Entre los capitanes que debían acompañarlo se contaba
su hijo mayor, don Antonio de Quiñones. El gobernador Quiñones consiguió
también dos buques, y en ellos zarpó del Callao el 12 de mayo de 1599, trayendo
por piloto mayor a don Juan de Cárdenas y Añasco, marino experimentado.
Comenzaba entonces la estación de los vientos del norte, y Quiñones sufrió en
este viaje una tempestad en la que corrieron el mayor peligro, y los marineros
comenzaron a preparar tablas para salvarse en el caso de un naufragio que
parecía inevitable. Fue tanto el riesgo, que las personas de mayor importancia
que venían en las naves le pidieron a Quiñones que cambiase el rumbo y que se
acercase a tierra para desembarcar a la gente. El Gobernador Quiñones se
mantuvo inflexible en su determinación, y el 28 de mayo llegaba a la bahía de
Concepción cuando el viento norte se hacía sentir aún con amenazante intensidad.
Supersticioso, como la casi totalidad de los hombres de su tiempo, Quiñones
estaba persuadido de que un milagro del cielo lo había salvado de un fin
desastroso. En cumplimiento de un voto hecho en las horas de peligro, no quiso
bajar a tierra sino el día siguiente, cuando supo que había sido repartido
entre los conventos de Concepción un donativo de trescientos pesos de plata que
había prometido hacerles". Hemos visto
repetidas veces que la llegada de un gobernador a Chile era recibida
siempre con entusiasmo, algo frecuente en todas las Indias, pero que sin duda
resultaba más intenso en Chile porque necesitaban desesperadamente que llegara
alguien que pusiera remedio a la amenaza constante y terrorífica de los
mapuches, más rabiosa entonces que en ningún otro tiempo. La gente española
rebosaba entusiasmo con la llegada del Gobernador, pero si alguien no se hacía
grandes ilusiones era él mismo, muy consciente de la realidad.
(Imagen) El Gobernador Quiñones sabía de
sobra que su misión estaba envenenada, pero era un hombre de valentía extrema
que confiaba en los milagros: "Don Francisco de Quiñones fue recibido en
Concepción con salvas de artillería, las músicas militares lo saludaron como
salvador del reino, y hubo horas de alegría, creyendo que se acercaba el
término de los horribles males por los que había pasado Chile. El Gobernador,
sin embargo, era consciente de los peligros de la situación y de su
impotencia. El corto refuerzo que traía
era del todo insuficiente para dominar la formidable insurrección de los
indígenas. El Tesoro Real estaba vacío, los soldados empobrecidos, y los
vecinos privados de sus campos y de sus
ganados por el levantamiento de los indios. Las ciudades de Santiago y La Serena,
aunque alejadas del teatro de la guerra, no se hallaban en mejor situación,
pues era necesario mantener una estricta vigilancia por miedo a que los indios
tratasen de imitar el ejemplo de los del sur, aprovechándose de la debilidad de
sus guarniciones. El licenciado Francisco Pastene, que había quedado en
Santiago como teniente de gobernador, creyó descubrir una conjuración de los
indios de Quillota, y había tenido que aplicar castigos enérgicos y rápidos. El
primer cuidado de don Francisco de Quiñones fue dar cuenta al Virrey de Perú de
aquel estado de cosas, y pedirle que le enviase los socorros indispensables.
Con las fuerzas de su mando, se empeñó en restablecer la tranquilidad en las
cercanías de Concepción. Los indios de estos lugares, según su costumbre
inveterada, fingieron querer la paz, pero Quiñones se negó a tratar con ellos y
les exigió que trabajaran en la reconstrucción de los edificios destruidos.
Habría querido también socorrer las ciudades que se hallaban sitiadas por los
indios, pero le era imposible hacerlo por falta de tropas. Además, las noticias
de la ciudad de Arauco eran tan alarmantes, que se hacía indispensable intentar
algún esfuerzo. Esta plaza había sido socorrida por mar con víveres y
municiones, pero, acorralada por un enemigo soberbio y numeroso, estaba a punto
de sucumbir. Para ir en su ayuda, Quiñones organizó una columna de unos
doscientos hombres, formada por españoles e indios amigos, y la despachó en un
navío bajo las órdenes Juan de Cárdenas y Añasco, a quien dio el título de
general de aquellos mares. Esa flotilla llevaba, además, todos los socorros de
víveres, ropas y municiones que el Gobernador pudo suministrar a los sitiados
de Arauco". La imagen nos muestra que FRANCISCO DE QUIÑONES, después de
llegar a Chile, viendo el panorama, le proponía al Rey alguna manera de
remediarlo cambiando de destino a Francisco Jufré.
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