(1272) La desesperación de los españoles
iba en aumento porque los mapuches estaban en todo su apogeo, y ellos sin
soldados suficientes para frenarlos, debido sobre todo a la negación de los
vecinos a participar en la lucha (en otra situación, a algunos les habrían ahorcado
por su rebeldía). Ni siquiera pudieron contar con la ayuda del rey Felipe II:
"Por más interés que se desplegara en la Corte para enviar esos socorros, llegarían
demasiado tarde. El reino de Chile estaba amenazado de una catástrofe horrenda
y al parecer inevitable, que algunas personas habían podido prever. García de
Loyola, sin embargo, mantenía su confianza, convencido de que los indios se
hallaban más o menos sometidos, y de que los indios no podrían intentar un
levantamiento que pusiese en peligro el dominio español. No teniendo refuerzos
suficientes, el gobernador pasó los meses de verano (en Chile entre 1597-1598)
sin atacar a los indios, y ellos también se mantuvieron tranquilos. Con esta
seguridad, García de Loyola estuvo durante una parte del invierno preparándose
para recomenzar la guerra con más energía en la primavera siguiente. Hizo
intentos de levas de soldados en varias ciudades, e incluso volvió a enviar a
Perú a otro mensajero, el capitán Jerónimo de Benavides, insistiendo en su
petición de ayuda militar. Los resultados no fueron buenos, pero consiguió
aumentar el número de sus soldados".
Al gobernador le llegó de repente, a
finales de diciembre, la alarmante noticia, por medio de un indio que envió el
capitán Hernando Vallejo, corregidor de Angol, de que los mapuches habían
reanudado sus ataques. Sin pérdida de tiempo, Martín García de Loyola salió de
La Imperial el 21 de diciembre de 1598 con unos cincuenta españoles y
trecientos indios amigos, dejando orden al capitán Andrés Valiente de que le
enviara refuerzos, y se dirigió hacia Angol. El camino era muy peligroso por
los acechos indios, pero el gobernador no le dio importancia: "El segundo
día llegaron a un sitio llamado Curalaba, a orillas del río
Lumaco, encajonado allí por altas barrancas, y acamparon cerca de una loma, sin
tomar ninguna medida de vigilancia para reconocer los alrededores. En su
imprevisión, desensillaron sus caballos y los soltaron en el campo para
entregarse al descanso, como si no tuvieran nada que temer. Los
indígenas de aquella comarca estaban prevenidos de la marcha del Gobernador. Se
ha contado que el mismo indio que le llevó el aviso del capitán Hernando Vallejo,
corregidor de Angol, había dado la voz a los bárbaros, y que estos se
preparaban desde días atrás para cortarle el camino. Pelantaro, caudillo de los
indios de esa región, y guerrero experimentado en estas campañas, reunió su
gente en número de trescientos hombres según unos, y de seiscientos según
otros, y dividiéndolos en tres cuadrillas, tomó él mismo el mando de una, y
confió las otras a Anganamón y Guaquimilla, indios bravos y astutos, el primero
de los cuales había de conquistar más tarde un gran renombre. Ocultando
artificiosamente sus movimientos, colocaron, solo en las alturas vecinas,
algunos espías que les comunicasen todos los detalles de la marcha de los
españoles. Al saber que estos quedaban acampados en Curalaba, se prepararon
para atacarlos con toda resolución.
(Imagen) Y ocurrió lo irreparable para el
gobernador MARTÍN GARCÍA ÓÑEZ DE LOYOLA y sus hombres: "Cuando
los indios ya estaban sobre el campamento español, comenzaban a asomar las
primeras luces del día 23 de diciembre de 1598. Los centinelas españoles, que
vigilaron parte de la noche, se habían retirado a dormir a sus tiendas,
creyendo que no había nada que temer. Reinaba el más absoluto descuido cuando
los indios, haciendo oír los discordantes sonidos de sus trompetas, y apareciendo
por todos lados, producían entre sus enemigos la más indescriptible
confusión. En el primer empuje, los bárbaros derribaron las tiendas de los
españoles, y, enredando a estos como gorriones en la red, según la pintoresca
expresión de un soldado poeta, dieron principio a la matanza. Un solo soldado
alcanzó a disparar su arcabuz, y ese fue muerto en el acto de un macanazo. El
Gobernador no tuvo tiempo para vestir su armadura. Empuñó, sin embargo, la
espada y el escudo, y, rodeado por unos pocos de sus compañeros, trató de
organizar la resistencia, o al menos de pelear hasta morir. Su resolución fue
absolutamente estéril. El terror se había introducido a tal punto en el
campamento, que algunos españoles que habrían podido sostener la lucha, aunque con
pocas probabilidades de triunfo, se arrojaron al río, despeñándose por la
barranca hasta perecer ahogados o hechos pedazos. García de Loyola y dos de los
suyos que estaban a su lado, hicieron, según se cuenta, prodigios de valor,
pero sucumbieron pronto, traspasados por las picas de los indios.
Desde la tragedia de Tucapel, en la que pereció el gobernador Pedro de Valdivia
en 1554, los españoles no habían sufrido un desastre más completo que este, si
bien en otros combates habían perdido un número mayor de soldados. En Curalaba
sucumbieron casi todos los españoles, soldados, frailes (tan heroicos como
los demás) y letrados que acompañaban al Gobernador, siendo aproximadamente
cuarenta y cinco españoles y un número considerable de indios amigos. Sólo escaparon
con vida algunos de estos indios, que se pudieron fugar, un clérigo natural de
Valdivia, llamado Bartolomé Pérez, que fue hecho prisionero, pero que más tarde
fue canjeado, y Bernardo de Pereda, soldado español que quedó por muerto en el
campo con veintitrés heridas, y que después de las más penosas aventuras
durante setenta días, llegó sano y salvo a La Imperial. Los españoles
perdieron, además, todos sus caballos y sus armas, algún tesoro que conducían
de las ciudades del sur, y el archivo del Gobernador". En la imagen, el
cacique PELANTARO, gran vencedor de la batalla de Curalaba.
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