miércoles, 16 de marzo de 2022

(1672) Contra todo pronóstico, el gobernador Martín García Óñez de Loyola esperaba someter a los mapuches. Pero llegó la catástrofe: en un descuido, lo mataron a él y a casi todos sus acompañantes.

 

     (1272) La desesperación de los españoles iba en aumento porque los mapuches estaban en todo su apogeo, y ellos sin soldados suficientes para frenarlos, debido sobre todo a la negación de los vecinos a participar en la lucha (en otra situación, a algunos les habrían ahorcado por su rebeldía). Ni siquiera pudieron contar con la ayuda del rey Felipe II: "Por más interés que se desplegara en la Corte para enviar esos socorros, llegarían demasiado tarde. El reino de Chile estaba amenazado de una catástrofe horrenda y al parecer inevitable, que algunas personas habían podido prever. García de Loyola, sin embargo, mantenía su confianza, convencido de que los indios se hallaban más o menos sometidos, y de que los indios no podrían intentar un levantamiento que pusiese en peligro el dominio español. No teniendo refuerzos suficientes, el gobernador pasó los meses de verano (en Chile entre 1597-1598) sin atacar a los indios, y ellos también se mantuvieron tranquilos. Con esta seguridad, García de Loyola estuvo durante una parte del invierno preparándose para recomenzar la guerra con más energía en la primavera siguiente. Hizo intentos de levas de soldados en varias ciudades, e incluso volvió a enviar a Perú a otro mensajero, el capitán Jerónimo de Benavides, insistiendo en su petición de ayuda militar. Los resultados no fueron buenos, pero consiguió aumentar el número de sus soldados".

     Al gobernador le llegó de repente, a finales de diciembre, la alarmante noticia, por medio de un indio que envió el capitán Hernando Vallejo, corregidor de Angol, de que los mapuches habían reanudado sus ataques. Sin pérdida de tiempo, Martín García de Loyola salió de La Imperial el 21 de diciembre de 1598 con unos cincuenta españoles y trecientos indios amigos, dejando orden al capitán Andrés Valiente de que le enviara refuerzos, y se dirigió hacia Angol. El camino era muy peligroso por los acechos indios, pero el gobernador no le dio importancia: "El segundo día llegaron a un sitio llamado Curalaba, a orillas del río Lumaco, encajonado allí por altas barrancas, y acamparon cerca de una loma, sin tomar ninguna medida de vigilancia para reconocer los alrededores. En su imprevisión, desensillaron sus caballos y los soltaron en el campo para entregarse al descanso, como si no tuvieran nada que temer. Los indígenas de aquella comarca estaban prevenidos de la marcha del Gobernador. Se ha contado que el mismo indio que le llevó el aviso del capitán Hernando Vallejo, corregidor de Angol, había dado la voz a los bárbaros, y que estos se preparaban desde días atrás para cortarle el camino. Pelantaro, caudillo de los indios de esa región, y guerrero experimentado en estas campañas, reunió su gente en número de trescientos hombres según unos, y de seiscientos según otros, y dividiéndolos en tres cuadrillas, tomó él mismo el mando de una, y confió las otras a Anganamón y Guaquimilla, indios bravos y astutos, el primero de los cuales había de conquistar más tarde un gran renombre. Ocultando artificiosamente sus movimientos, colocaron, solo en las alturas vecinas, algunos espías que les comunicasen todos los detalles de la marcha de los españoles. Al saber que estos quedaban acampados en Curalaba, se prepararon para atacarlos con toda resolución.

 

     (Imagen) Y ocurrió lo irreparable para el gobernador MARTÍN GARCÍA ÓÑEZ DE LOYOLA y sus hombres: "Cuando los indios ya estaban sobre el campamento español, comenzaban a asomar las primeras luces del día 23 de diciembre de 1598. Los centinelas españoles, que vigilaron parte de la noche, se habían retirado a dormir a sus tiendas, creyendo que no había nada que temer. Reinaba el más absoluto descuido cuando los indios, haciendo oír los discordantes sonidos de sus trompetas, y apareciendo por todos lados, producían entre sus   enemigos la más indescriptible confusión. En el primer empuje, los bárbaros derribaron las tiendas de los españoles, y, enredando a estos como gorriones en la red, según la pintoresca expresión de un soldado poeta, dieron principio a la matanza. Un solo soldado alcanzó a disparar su arcabuz, y ese fue muerto en el acto de un macanazo. El Gobernador no tuvo tiempo para vestir su armadura. Empuñó, sin embargo, la espada y el escudo, y, rodeado por unos pocos de sus compañeros, trató de organizar la resistencia, o al menos de pelear hasta morir. Su resolución fue absolutamente estéril. El terror se había introducido a tal punto en el campamento, que algunos españoles que habrían podido sostener la lucha, aunque con pocas probabilidades de triunfo, se arrojaron al río, despeñándose por la barranca hasta perecer ahogados o hechos pedazos. García de Loyola y dos de los suyos que estaban a su lado, hicieron, según se cuenta, prodigios de valor, pero sucumbieron pronto, traspasados por las picas de los indios. Desde la tragedia de Tucapel, en la que pereció el gobernador Pedro de Valdivia en 1554, los españoles no habían sufrido un desastre más completo que este, si bien en otros combates habían perdido un número mayor de soldados. En Curalaba sucumbieron casi todos los españoles, soldados, frailes (tan heroicos como los demás) y letrados que acompañaban al Gobernador, siendo aproximadamente cuarenta y cinco españoles y un número considerable de indios amigos. Sólo escaparon con vida algunos de estos indios, que se pudieron fugar, un clérigo natural de Valdivia, llamado Bartolomé Pérez, que fue hecho prisionero, pero que más tarde fue canjeado, y Bernardo de Pereda, soldado español que quedó por muerto en el campo con veintitrés heridas, y que después de las más penosas aventuras durante setenta días, llegó sano y salvo a La Imperial. Los españoles perdieron, además, todos sus caballos y sus armas, algún tesoro que conducían de las ciudades del sur, y el archivo del Gobernador". En la imagen, el cacique PELANTARO, gran vencedor de la batalla de Curalaba.




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