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Los indios hicieron un duelo muy especial por los fallecidos: "Vimos una
cosa que fue de grande admiración. Los padres, hermanos y mujeres de los que
murieron, aunque tenían gran pena, no les vimos llorar, y nosotros les mandamos
llevarlos a enterrar. En los más de quince días que con ellos estuvimos, a
ninguno vimos hablar con otro. Porque una lloraba, la llevaron muy lejos, y,
con unos dientes de ratón agudos, la sajaron desde los hombros hasta las
piernas. Yo, viendo esta crueldad y enojado de ello, les pregunté por qué lo
hacían, y respondieron que para castigarla porque había llorado delante de mí.
Todos estos temores que ellos tenían se los metían a todos los otros que
nuevamente venían a conocernos, a fin de que nos diesen todo cuanto tenían,
porque sabían que nosotros no tomábamos nada y se lo habíamos de dar a ellos.
Esta fue la gente más obediente que hallamos por aquella tierra, y de mejor
condición".
Los cuatro españoles iban siempre
acompañados por muchos indios que encontraban por el camino. Solían informarse
de lo que había por delante, y las dos indias que habían partido para obtener
datos regresaron diciendo que habían encontrado muy poca gente: "Entonces
salió Alonso del Castillo con Estebanico el negro, llevando por guía a las dos
mujeres, y la que era esclava los llevó a un pueblo en que su padre vivía, y estas
fueron las primeras casas que vimos que tuviesen parecer de serlo (hasta
entonces, solo habían visto tiendas de campaña). Luego volvieron Castillo y
Estebanico trayendo seis de aquellos indios, y dijeron que habían hallado casas
de gente y asiento, y que aquella gente comía frijoles y calabazas, y que habían
visto maíz, lo cual fue la cosa del mundo que más nos alegró, y por ello dimos
infinitas gracias a nuestro Señor. Andada legua y media, topamos con el negro y
los indios que venían a recibirnos, y nos dieron muchas cosas para comer y para
vestir".
Sin
estar demasiado tiempo con estos indios, siguieron camino adelante,
hasta llegar a otro poblado, cuyos habitantes, en lugar de salir a recibirlos,
los esperaban en sus casas, siendo su comportamiento acogedor pero algo
extraño: "Estaban todos sentados, tenían vueltas las caras hacia la pared,
las cabezas bajas, los cabellos puestos delante de los ojos y sus provisiones
puestas en montón en medio de la casa. Nos regalaron muchas mantas de cuero, y
no tenían cosa que no nos diesen. Era la gente de mejores cuerpos que vimos, de
mayor viveza y habilidad, y la que mejor nos entendía y respondía a lo que
preguntábamos. Le pusimos al poblado el nombre de Las Vacas, porque la mayor
parte de ellas mueren cerca de allí. Esta gente andan del todo desnudos, a la
manera de los primeros que hallamos. Las mujeres andan cubiertas con unos
cueros de venado, y también algunos pocos hombres, señaladamente los que son
viejos, porque no sirven para la guerra. Les preguntamos por qué no sembraban maíz, y respondieron que lo
hacían para no perder lo sembrado, porque hacía mucho que se estropeaban las
cosechas por falta de agua. Nos rogaron que pidiésemos al cielo que lloviese, y
nosotros les prometimos hacerlo".
(Imagen) Aquellos cuatro caminantes habían tenido la inmensa fortuna de ser los
únicos supervivientes del poderoso ejército de Pánfilo de Narváez, pero la
inmediata desgracia de convertirse en esclavos de los indios. La segunda
bendición fue poder escapar de ellos, y, la tercera e inesperada, la de
convertirse en curanderos, lo que suponía un salvoconducto, frente a los
peligrosos indios, para viajar hacia su destino, y el privilegio de verse bien
recibidos en todos los poblados, porque eran considerados unos prodigiosos
chamanes. Seguirán sufriendo fatigas y hambres en su larguísimo caminar, pero
podrán continuar sin graves incidentes. Se van ya acercando a México, su tierra
de salvación (el recorrido se ve en la imagen; desde Mal Hado hasta San Miguel,
unos 2.200 km, tardaron 8 años): "Pasados dos días que allí estuvimos,
seguimos nuestro camino, y decidimos atravesar toda la tierra hasta salir a la
mar del Sur (el Pacífico), sin
que nos lo impidiera el temor del hambre que habíamos de pasar. Nuestro
mantenimiento diario era algo de grasa de venado, que para estas necesidades
procurábamos siempre guardar, y así caminamos 34 días hasta llegar a unas casas
en las que había mucho maíz, del que los indios nos dieron mucha cantidad, mostrándose
los más contentos del mundo. Continuamos andando otras cien leguas (550 km),
y siempre hallamos casas en las que nos
daban muchos alimentos. Nos regalaron también turquesas muy buenas, y a mí me
dieron cinco esmeraldas. Entre estos indios vimos que las mujeres eran de mejor
presencia que en cualquier otra parte de las Indias. Llevan unas camisas de
algodón, que les llegan hasta las rodillas, con unas faldillas de cuero de
venado que tocan en el suelo, y calzan zapatos. Toda esta gente, dolientes y
sanos, venían a nosotros a que los tocásemos y santiguásemos, y acontecía que
algunas mujeres parían y nos traían la criatura a que la santiguásemos. Nos
acompañaban siempre hasta llegar a otro poblado de indios, y todos tenían por
muy cierto que veníamos del cielo. Teníamos con ellos mucha autoridad y
gravedad, y, para conservar esto, les hablábamos pocas veces. El negro les
hablaba siempre, y se informaba de los caminos que queríamos seguir, de los
pueblos que había y de las cosas que nos interesaba saber. Pasamos por gran
diversidad de lenguas, y Dios nos ayudó, porque, aunque solo sabíamos seis,
siempre nos entendieron y les entendimos hablándonos también por señas".
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