(1056) Sigamos con los padecimientos que
tuvo el cronista (y sus tres compañeros): "A veces me aconteció
hacer leña donde, después de haberme costado mucha sangre por la espinas de la
maleza, no la podía sacar ni a cuestas ni arrastrando. No tenía, cuando en
estos trabajos me veía, otro remedio ni consuelo sino pensar en la pasión de
nuestro redentor Jesucristo y en la sangre que por mí derramó, y considerar
cuánto más sería el tormento que de las espinas Él padeció que aquel que yo
entonces sufría. Contrataba con estos indios haciéndoles peines, y con arcos,
flechas y redes. Hacíamos esteras, que les son muy necesarias, y, aunque lo saben
hacer, no quieren ocuparse en nada, sino en buscar qué comer. Otras veces me
mandaban traer cueros y ablandarlos, y era lo que más me aprovechaba, porque yo
lo raía mucho, comía de aquellas raeduras y aquello me bastaba para dos o tres
días. También nos sucedía, con éstos y con otros indios, darnos un pedazo de
carne y comérnoslo crudo, porque si lo asábamos, el primer indio que llegaba se
lo llevaba y lo comía. Esta es la vida que allí tuvimos, y aquel poco sustento
lo ganábamos con las cosas que por nuestras manos hicimos y les entregábamos a
cambio".
Los cuatro 'peregrinos' recuperaron algo
la forma para poder seguir su viaje: "Después que haber comido los dos
perros que les compramos, nos pareció que teníamos bastante fuerza para poder
ir adelante, y, encomendándonos a Dios nuestro Señor, nos despedimos de
aquellos indios, y caminamos hacia otros de su lengua que estaban cerca de
allí. Todo aquel día anduvimos con agua, y, pasado un monte, hallamos a unos
indios, los llamamos y se acercaron con mucho temor, pero nos dijeron que nos
llevarían a su poblado. Llegamos a él de noche, donde había unas cincuenta
tiendas, y los indios mostraron mucho temor, pero, cuando se sosegaron, nos
tocaban con las manos el rostro (sin
duda, barbado), y, después, se pasaban ellos las manos por sus caras y sus
cuerpos, y así estuvimos aquella noche".
Pero su fama de curanderos llegaba a todas
partes: "Por la mañana, nos trajeron los enfermos que tenían, rogándonos
que los santiguásemos, y nos dieron de lo que tenían para comer, que eran hojas
de tunas verdes asadas. Por el buen tratamiento que nos hacían, y porque
aquello que tenían nos lo daban de buena gana y voluntad, y holgaban de quedar
sin comer por dárnoslo, estuvimos con ellos algunos días. Estando allí,
vinieron otros de más adelante. Cuando se quisieron partir dijimos a los
primeros que nos queríamos ir con aquéllos. A ellos les pesó mucho, y
rogáronnos muy ahincadamente que no nos fuésemos y al fin nos despedimos de
ellos, y los dejamos llorando por nuestra partida, porque les pesaba mucho en
gran manera. Después que nos partimos de los que dejamos llorando, fuimos
con los otros a sus tiendas, y los que en ellas estaban nos recibieron muy bien
y trajeron sus hijos para que les tocásemos las manos. y daban mucha harina de
mezquiquez. Este mezquiquez (sigue llamándose así) es una fruta que
cuando está en el árbol tiene sabor muy amargo, se parece a las algarrobas, y se
come con tierra, y con ella está dulce y bueno de comer.
(Imagen)
El cronista sigue hablando de las
costumbres de los indios, y tiene un motivo añadido para hacerlo: "Quiero contarlo, no solo
porque todos deseamos saber cómo son los demás, sino también para que, quienes vinieren
a estas tierras, estén advertidos de su manera de ser de los nativos y de sus hábiles
astucias. Estos indios son la gente más alerta para la batalla de cuantas yo he
visto, porque temen a sus enemigos, y toda la noche están despiertos con sus
arcos cerca de sí. Salen muchas veces fuera de las tiendas agachados por el
suelo, y vigilan. Si perciben algo, en un instante están todos en el campo con
sus arcos y flechas, y así siguen hasta el amanecer. Cuando viene el día,
tornan a aflojar sus arcos hasta que salen de caza. Las cuerdas de los arcos
son nervios de venados. La manera que tienen de pelear es echados en el suelo,
y, mientras se flechan, andan siempre de un lado a otro, guardándose tanto de
las flechas de sus enemigos, que ni siquiera podrían recibir mucho daño de
ballestas y arcabuces, de los cuales se burlan, porque estas armas no sirven en
campos llanos, sino solamente en lugares estrechos o de agua. En todo lo demás,
son los caballos los que han de derrotarlos y lo que todos más temen. Quien
contra ellos hubiere de pelear, ha de tener mucho cuidado de que los indios no
lo vean temeroso ni codicioso de lo que
ellos tienen, y, mientras durare la guerra, han de tratarlos muy mal, porque estos indios saben conocer el momento
apropiado para vengarse, y sacan
valentía y ánimos del temor de los contrarios. Cuando, en sus enfrentamientos, han
flechado y gastado su munición, se vuelve cada uno por su camino, sin que los
unos sigan a los otros, aunque los unos sean muchos y los otros pocos. Muchas
veces se pasan de parte a parte con las flechas y no mueren de las heridas si
no toca en las tripas o en el corazón, y luego sanan presto. Ven y oyen más y
tienen más agudos sentidos que cuantos hombres hay en el mundo. Son grandes
sufridores de hambre, de sed y de frío, porque están muy acostumbrados y hechos
a ello". Álvar Núñez Cabeza de Vaca apreciaba a aquellos indios. Es fiable
lo que cuenta porque el orgullo, la bravura, la habilidad y el agudo desarrollo
de los cinco sentidos de aquellos indios se parecía mucho a lo que que hemos
visto tantas veces en películas del Oeste.
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