(1054) Todo salió bien en aquella visita
(y, fundamentalmente, por una curiosa razón): "Fuimos siguiendo al indio,
y él corrió a dar aviso a los suyos de que nos acercábamos. A la puesta del sol
vimos las casas, y, poco antes de llegar, hallamos cuatro indios que nos
esperaban, y nos recibieron bien. Nos llevaron a sus casas (las típicas
tiendas de campaña indias), a Dorante y al negro los aposentaron en casa de
un curandero, y, a mí y a Castillo, en casa de otro. Luego nos ofrecieron
muchas tunas, porque ya ellos tenían noticia de nosotros y de que curábamos, y
de las maravillas que nuestro Señor con nosotros obraba. Y, ciertamente, aunque
no hubiera otras, harto grandes eran librarnos de tantos peligros, no permitir
que nos matasen, quitarnos tanta hambre y poner en el corazón de aquellas
gentes que nos tratasen bien".
Puede resultar muy ventajoso tener fama de
curandero, pero el riesgo de salir apaleado suele ser alto. Esperemos que
tengan suerte: "Aquella misma noche que llegamos vinieron unos indios adonde
Castillo, y, tras decirle que estaban muy malos de la cabeza, le rogando que
los curase. En cuanto los hubo santiguado y encomendado a Dios, los indios
dijeron que todo el mal se les había quitado. Fueron a sus casas y trajeron
muchas tunas y un pedazo de carne de venado, y, como esto entre ellos se
publicó, vinieron otros muchos enfermos aquella noche a que los sanase. Cada
uno traía un pedazo de venado, y tantos eran, que no sabíamos dónde poner la
carne. Dimos muchas gracias a Dios porque cada día iba creciendo su misericordia.
Cuando se acabaron las curas, comenzaron a bailar, y duró la fiesta tres días
por haber venido nosotros".
El deseo de los cuatro españoles era
continuar su camino, pero los indios se lo quitaron de la cabeza porque se iban
a encontrar en unas tierras en las que no había gente ni alimentos, y, además,
el frío invierno se les echaría encima. Decidieron seguir con los indios, y
Cabeza de Vaca va a tener un absurdo percance que pudo resultar fatal:
"Luego nuestros indios partieron a buscar otras tunas adonde había otra
gente de otras naciones y lenguas, y, andadas cinco jornadas con muy grande
hambre, porque en el camino no había tunas, fuimos a buscar un fruto de unos
árboles. Yo me detuve demasiado en buscarlo, la gente se volvió, y me quedé
solo, y aquella noche me perdí". Los españoles andaban como los indios,
casi desnudos, lo que suponía que el cronista podía haber muerto de frío la
primera noche, pero tuvo la suerte de encontrar un árbol que estaba ardiendo.
Para continuar el camino, preparó una carga de leña, y tenía cuidado de
mantener siempre encendidos algunos tizones, lo que le permitió soportar una
marcha de cinco días. Por las noches, "hacía en la tierra un hoyo, a su alrededor
preparaba cuatro fuegos en cruz, me cubría con unas gavillas de paja, y de esta
manera me amparaba del frío de las noches". Pero no tuvo en cuenta el
riesgo: "Una de esas noches el fuego cayó en la paja estando yo durmiendo,
comenzó a arder muy recio, y, por mucha prisa que yo me di a salir, me quedó
señal en los cabellos del peligro en que había estado. En todo este tiempo no
comí bocado, y, como traía los pies descalzos, sangraron mucho, pero, al cabo
de cinco días, llegué a la ribera de un río, donde hallé a mis indios y a los
cristianos, que ya me daban por muerto, pues creían que alguna víbora me había mordido.
Todos tuvieron gran placer de verme, principalmente los cristianos".
(Imagen) La fama de curanderos infalibles
de los cuatro españoles llegó a todas partes, y siempre eran bien recibidos, de
manera que Álvar Núñez Cabeza de Vaca ahora solo nos hablará de las costumbres de
aquellos pueblos y también del hambre
que ellos y los indios pasaron en distintos momentos. En principio, los
solicitados como milagreros fueron Cabeza de Vaca y Álvaro del Castillo, pero
no daban abasto, y, no tardando mucho,
también Andrés Dorantes y el negro Estebanico formaron parte del 'equipo
médico'. El mejor remedio debía de ser el efecto placebo, y los españoles, sin
conocer ese curioso fenómeno psicológico, atribuían las 'curaciones' a que Dios
les estaba echando una manita: "Un día vinieron allí muchos indios y
traían cinco enfermos que estaban muy tullidos, le pidieron a Castillo que los
curase, y cada uno de los enfermos le ofreció su arco y flechas, y él los
santiguó y encomendó a Dios nuestro Señor, y todos le suplicamos con la mejor
manera que podíamos les enviase salud, pues Él veía que no había otro remedio
para que aquella gente nos ayudase y saliésemos de tan miserable vida. Y lo
hizo tan misericordiosamente, que, venida la mañana, todos amanecieron sanos, y
se fueron tan recios como si nunca hubieran tenido mal alguno. Esto causó entre
ellos muy gran admiración, y en nosotros despertó que diésemos muchas gracias a
nuestro Señor, y tuviésemos firme esperanza de que nos había de librar. De mí
sé decir que siempre tuve esperanza en que me iba a sacar de aquella cautividad,
y así lo hablé siempre a mis compañeros. Cuando los indios marcharon llevando a
sus indios sanos, partimos adonde estaban otros que se llaman cutalches, malicones,
coayos y susolas, y otros llamados atayos, los cuales tenían guerra con los
susolas. Como por toda la tierra no se hablaba sino de los misterios que Dios
con nosotros obraba, venían de muchas partes para que los curásemos. Unos
indios de los susolas le rogaron a
Castillo que fuese a curar a un herido y varios enfermos, habiendo uno muy
grave. Castillo era muy temeroso, principalmente cuando las curas parecían muy
peligrosas, y creía que sus pecados habían de impedir que todas las veces resultase
bien el curar, por lo que los indios me dijeron que fuese yo a curarlos, pues
se acordaban de que les había curado en otra ocasión, de manera que tuve que ir
con ellos".
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