(1024) A pesar de la negativa rotunda de
Luis de Moscoso, hubo algunos capitanes
que eran partidarios de que se le hubiera dado un castigo (totalmente
injusto) a Gonzalo Silvestre por herir al indio que había infringido la
prohibición de entrar en el campamento de noche, lo que solo se puede entender
si le tuvieran alguna antipatía: "Entre
los nuestros tampoco faltó capitán que aprobase la queja de los indios diciendo
que era mal hecho que no se castigase la muerte de un indio principal, pues iba
a dar ocasión a que los caciques amigos se rebelasen contra ellos. Sobre la
cual plática hubiera habido entre los españoles muy buenas pendencias, si los
más discretos y menos apasionados no las excusaran, pues ella había nacido de
cierta pasión secreta que entre algunos de ellos había".
Lo que parecía claro era que tenían que
marcharse de allí cuando antes: "Estaban ya a principios de marzo, y los
castellanos, con deseo de salir de aquella tierra, pues los días se les hacían
años, no cesaban un solo punto en la obra de las carabelas, y los más de los
que trabajaban en las herrerías y carpinterías eran caballeros nobilísimos que
nunca imaginaron hacer tales oficios, pero se amañaban mejor que los demás,
porque el mayor ingenio que naturalmente tienen y la falta de oficiales les
hacía ser maestros de lo que nunca habían aprendido. El capitán general del
cacique Anilco era el más útil de esta obra por la magnífica provisión que
hacía de todo lo necesario, reconociendo los españoles que, si no fuera por la
ayuda de este buen indio, sería imposible que salieran de aquella tierra".
Por su parte, el gran cacique Quigualtam y
sus aliados seguían decididos a atacar a los españoles: "Con la guerra
continua que les pensaban hacer, les parecía que los irían gastando con
facilidad porque ya tenían pocos caballos, les faltaban, según creían, las dos
terceras partes de los que en la Florida habían entrado, y sabían que su
capitán general, Hernando de Soto, que valía por todos ellos, había fallecido.
El día debía de estar ya cerca, porque unos indios de los que de ordinario
traían los presentes y recados falsos, les dijeron a unas indias criadas de los
capitanes Arias Tinoco y Alonso Romo de Cardeñosa: 'Tened paciencia, hermanas, porque
muy presto os sacaremos del cautiverio en que estos ladrones vagabundos os
tienen'. Las indias dieron luego cuenta a sus amos de lo que los indios les
habían dicho". (Prueba evidente de que los apreciaban).
Y entonces pasó algo que iba a aplazar los
planes mortíferos de los indios, cumpliéndose lo que, como les dijo una
solitaria anciana, ocurriría entonces, como casi siempre cada catorce años:
"Dios Nuestro Señor estorbó las intenciones de los indios con una
poderosísima creciente del Río Grande que empezó a venir con grandísima pujanza
de agua, la cual a los principios fue llenando unas grandes playas que había
entre el río y sus barrancas, después fue poco a poco subiendo por ellas hasta
llenarlas todas. Luego empezó a derramarse por aquellos campos con grandísima
bravosidad y abundancia y, como la tierra fuese llana, sin cerros, no hallaba
estorbo alguno que le impidiese su inundación".
(Imagen) La impresionante crecida del río
Misisipi paralizó los planes que tenía una coalición de tribus indias para
matar a los españoles, los cuales necesitaron llegar navegando adonde Anilco,
un cacique muy amigo, y pedirle cosas necesarias para los bergantines que
estaban construyendo. Le tocó en suerte ir al mando de veinte soldados, en
cuatro piraguas, a GONZALO SILVESTRE, el informador del cronista Inca
Garcilaso: "Le confiaron la misión porque era muy buen capitán y porque
pocos días antes le había hecho un gran favor al cacique Anilco. Cuando, un año antes, el gobernador Hernando de Soto fue
al pueblo de Anilco, donde los indios guachoyos hicieron aquellas crueldades,
Gonzalo Silvestre había apresado a un muchacho de unos trece años que resultó
ser hijo del mismo cacique Anilco, el cual fue el único que no murió, escapando
de una enfermedad pasada, de cinco indios de servicio que había llevado consigo.
Cuando los españoles volvieron al Río Grande, el cacique Anilco le pidió a Gonzalo
Silvestre que le devolviera a su hijo, y se lo entregó de muy buena voluntad,
aunque el muchacho, como muchacho, en un principio había rehusado volver con su
padre porque estaba ya hecho a los españoles". Fue algo que nunca olvidó
el cacique, y se lo va a demostrar a Silvestre de inmediato: "Al saber el
cacique Anilco que había castellanos en su pueblo, quién había llegado al mando
y lo que venían a pedir, llamó a Gonzalo Silvestre, y, cuando llegó, salió a
recibirlo con mucho amor, lo llevó hasta su aposento y no quiso que saliese de
él durante todo el tiempo que los castellanos estuvieron en su pueblo. Gustaba
mucho de hablar con él y saber las cosas que a los españoles les habían
sucedido en aquel reino, y cuáles provincias y cuántas habían atravesado, y qué
batallas habían tenido y otras muchas particularidades que habían pasado en
aquel descubrimiento. Con estas cosas se entretuvieron los días que allí estuvo
Gonzalo Silvestre, y les servía de intérprete el hijo que le había restituido
al cacique". Ni que decir tiene que Anilco les proporcionó a los
españoles, con creces, todo lo que necesitaban para seguir equipando sus
bergantines. En la imagen vemos la primera página del expediente de méritos que
presentó GONZALO SILVESTRE el año 1558. Hacen referencia a sus servicios en
Perú y en otros lugares (uno de ellos era La Florida)
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