(1022) También el cacique Guachoyo dio
muestras de amistad, aunque hubo algo que
no le gustó: "Vino dos días
después a besar las manos al gobernador Luis de Moscoso y confirmar la amistad
pasada. Trajo un gran presente de las frutas, pescados y caza que en su tierra
había. Al cual asimismo recibió el gobernador con mucha afabilidad. Mas a
Guachoyo no le dio gusto ver al mensajero de Anilco con los españoles, y menos
que le hiciesen la honra que todos le hacían, porque, como atrás se ha visto,
eran enemigos, pero disimuló su pesar para mostrarlo a su tiempo. Estos dos caciques,
Guachoyo y Anilco, sirvieron bien a los castellanos todo el tiempo que
estuvieron en aquella provincia llamada Aminoya. Los cuales, como para salir de
aquellas tierras tenían puesta su esperanza en los bergantines que habían de
hacer, dieron el cargo principal de la obra al maestro Francisco Genovés, gran
oficial de fábrica de navíos, quien, habiendo hecho sus cálculos, pensó que, conforme a la gente que en ellos se había de
embarcar, eran menester siete bergantines Se hicieron luego cuatro galpones muy
grandes que servían de atarazanas (diques), donde todos los españoles,
sin diferencia alguna, trabajaban en lo que mejor se amañaban, unos a aserrar
la madera para tablas, otros a labrarla con azuela, otros a hacer carbón, otros
a labrar los remos, otros a torcer la jarcia, y el soldado o capitán que más
trabajaba en estas cosas se sentía más satisfecho.
El más incondicional en cuanto a
colaboración con los españoles fue el capitán general enviado por el cacique
Anilco, volcándose con entusiasmo en facilitarles lo que necesitaban para
acondicionar los navíos: "Se mostró en todo este tiempo, y después, amicísimo
de los españoles, pues, con mucha
prontitud, acudía a proveer las cosas necesarias para los bergantines. Trajo
muchas mantas nuevas y viejas, que era la falta que los españoles temían que no
se había de cumplir por haber pocas en todo aquel reino. Mas la amistad de este
buen indio, y su buena diligencia, facilitaba lo que los nuestros tenían por
más dificultoso. Las mantas nuevas las guardaron para velas, y de las viejas
hicieron hilas que sirviesen de estopa para calafatear los navíos. Trajo asimismo
mucha cantidad de sogas gruesas y delgadas para jarcia, escotas y gúmenas. En
todas estas cosas, y otras, que este buen indio proveía, lo que más le era de
estimar y agradecer era la buena voluntad y largueza con que las daba".
Sin embargo, la actitud del cacique
Guachoyo era mezquina: "Aunque
proveía de cosas que eran menester para los navíos, lo hacía con mucha tardanza,
y tanta escasez, que de lejos se le veía cuán contrario era su ánimo al del
cacique Anilco. Se le notaba el pesar y enojo que consigo tenía de ver la
estima que los españoles mostraban al capitán de Anilco, siendo pobre y vasallo
de otro, que era mucha más que la que a él le hacían, siendo rico y señor de
vasallos, de lo cual le nació tan gran envidia que lo traía muy fatigado, hasta
que un día, no pudiendo sufrir su pasión, la mostró muy al descubierto, como
veremos adelante".
(Imagen) Hubo muchos indios que no se
conformaban con que los españoles se marcharan de sus tierras, sino que
deseaban matarlos a todos. Inca Garcilaso nos explica por qué: "Frente al
pueblo de Guachoyo, en la otra parte del Río Grande, había una grandísima
provincia llamada Quigualtam, poblada de mucha gente, cuyo señor era mozo y
belicoso, obedecido en todo su estado, y temido en los ajenos. Este cacique,
viendo que los españoles hacían navíos para irse por el río abajo (para
salir al Golfo de México), y considerando que habían visto tantas y tan
buenas tierras, y que, llevando noticia de sus riquezas, volverían en mayor
número a conquistarlas, le pareció que sería bueno prevenirse dando orden de que
los españoles no saliesen de aquella tierra, sino que muriesen todos en ella.
Con este mal propósito mandó llamar a los más nobles y principales de aquella
zona, les declaró su intención y les pidió su parecer. Los indios concluyeron que era muy acertado hacerlo. Con
esta común determinación de los suyos, Quigualtam envió embajadores a los demás
caciques de la comarca rogándoles que, dejadas las enemistades que siempre
entre ellos había, ayudasen a atajar el mal que les podría venir si gentes
extrañas les quitasen sus tierras. Los caciques aprobaron el
consejo por parecerles que tenía razón y por no enojarlo, ya que le temían por
ser más poderoso que ellos. De esta manera se
aliaron diez caciques, que eran de una parte y otra del río, y entre todos
ellos fue acordado que cada uno en su tierra, con gran secreto y diligencia,
preparase la gente que pudiese y juntase canoas y todo lo necesario para la
guerra que en tierra y agua pretendían hacer a los españoles, fingiendo con
ellos amistad para tomarlos desprevenidos. Concluida la conjuración entre los caciques,
Quigualtam, como principal autor de ella, envió luego sus mensajeros al
gobernador Luis de Moscoso ofreciéndole su amistad. Lo mismo hicieron los demás
caciques, a los cuales respondió el gobernador agradeciendo su buen
ofrecimiento, y diciendo que los españoles se alegraban mucho de tener paz y
amistad con ellos. Y, en efecto, les gustó mucho la embajada, no entendiendo la
traición que debajo de ella había, y el contento se debió a que hacía mucho tiempo
que estaban hartos de pelear". Veremos cómo acabó este incidente. En la
imagen aparece el emplazamiento de Quigualtam, en la ribera este del Misisipi.
Pone debajo 1542, pero los hechos ocurrieron en enero de 1543.
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