(1000) Habían sido demasiadas las contrariedades
sufridas por los españoles, de manera que no era el momento de meterse en otro
conflicto: "El gobernador, sus capitanes y soldados, que de todo el
invierno pasado venían hartos de pelear y traían muchos heridos y enfermos,
ninguna inclinación tenían a la guerra, y, con el deseo de paz, confusos por
haber saqueado el pueblo y enojado al curaca, le enviaron otros muchos recados
con buenas palabras, porque, además de los inconvenientes que los españoles
traían consigo, vieron que en el pueblo se habían juntado con el cacique casi
cuatro mil hombres de guerra, y temieron que llegarían muchos más. Vieron
asimismo que el lugar era muy favorable para los indios y malo para los
castellanos, porque, por los muchos arroyos y montes que había, no podían
aprovecharse de los caballos. Y lo que les era de mayor consideración era ver
que con las batallas no medraban nada, sino que se iban consumiendo, porque de
día en día les mataban hombres y caballos, por todo lo cual buscaban la paz con
mucho deseo. Por su parte, entre los indios había muchos que deseaban la guerra
porque estaban lastimados con la prisión de sus mujeres e hijos, hermanos y
parientes, y con la hacienda robada, y hasta algunos querían la guerra también
por el deseo orgulloso de salir victoriosos. Hubo otros indios más pacíficos y
cuerdos que deseaban aceptar la paz y amistad que los españoles ofrecían porque
con ella, más seguramente que con la guerra y enemistad, podían recuperar las
mujeres e hijos presos y la hacienda perdida. Este consejo venció a los demás,
y el cacique se inclinó a él, y, guardando su enojo para cuando se ofreciese
mejor ocasión, respondió a los mensajeros del gobernador que le dijesen qué era
lo que los castellanos querían y, siéndole respondido que solamente tener
alojamiento en el pueblo y que les diesen la poca comida que necesitaban,
porque ellos pasaban de camino y no podían parar mucho en su tierra. Entonces
les dijo que se alegraba de concederles la paz y amistad que le pedían, pero con
condición de que soltasen a sus indios presos y restituyesen toda la hacienda
que les habían tomado".
A nadie le convenía la guerra, y eso hizo
que el paso por el poblado de Chisca resultara algo solamente anecdótico:
"Los nuestros aceptaron las condiciones porque, además, no necesitaban a la
gente que habían apresado, y la hacienda robada era una miseria de gamuzas y
algunas mantas, pocas y pobres. Se les restituyó todo, sin que faltara ni una
olla de barro, como pedía el cacique. Los indios desocuparon el pueblo y
dejaron comida a los castellanos, los cuales, para que los enfermos descansasen,
pararon en aquel pueblo llamado Chisca seis días. El último de ellos, el
gobernador, con permiso del cacique, que ya estaba menos enojado, lo visitó y
le agradeció la amistad y hospedaje, y, al día siguiente, continuó su viaje de
descubrimiento y conquista. Habiendo salido el ejército del poblado, anduvo cuatro
jornadas pequeñas de a tres leguas, pues la indisposición de los heridos y
enfermos no consentía que fuesen más largas. Finalmente encontraron un paso por
donde se podía ir hasta el Río Grande, porque hasta entonces se lo impedía un monte
grandísimo que tenía barrancas de una parte y de la otra muy altas y cortadas, por
las que no podían subir ni bajar.
(Imagen) Descubrieron, pues, los españoles
con asombro el gran río Misisipi, que, en su prolongación con el Misuri, pasa
de los 6.000 km y se convierte en el cuarto más largo del planeta, tras el
Amazonas, el Nilo y el Yangtsé. Semejante cauce fluvial tuvo que impresionar a todo el ejército, pero
su prioridad era avanzar, conquistar, fundar poblaciones, enriquecerse y
evangelizar. Así que, de momento, el gran río era un problema añadido, porque
necesitaban atravesarlo. Los indios que les vieron llegar mostraron un
comportamiento cambiante: "En la otra orilla del río había más de seis mil
indios de guerra, bien apercibidos de armas, y gran número de canoas para
impedirles el paso". No obstante, al día siguiente se presentaron cuatro
emisarios del cacique en son de paz, y, ceremoniosamente, hicieron una gran reverencia
al sol, otra a la luna, y una última, menos aparatosa, a Hernando de Soto:
"Todo el tiempo que los españoles estuvieron en aquel lugar, que fueron
unos veinte días, sirvieron estos indios al ejército con mucha paz y amistad. Con gran diligencia y trabajo, los nuestros echaron al cabo
de veinte días cuatro barcas al río, acabadas de todo punto, y de noche y de
día las guardaban con mucho cuidado para que los enemigos no se las
quemasen". La desconfianza era lógica: "Durante el tiempo en que los
españoles se ocupaban en su trabajo, no cesaron de molestarlos lanzándoles
desde sus canoas muchas flechas, y los nuestros se defendían con los arcabuces
y las ballestas. Los infieles, reconociendo que no podían impedirles el paso,
decidieron irse a sus pueblos. Los españoles, sin
contradicción alguna, pasaron el río en sus piraguas y en algunas canoas que
con su buena industria habían ganado a los enemigos. Y, deshechas las barcas para
guardar la clavazón, que era muy necesaria, continuaron adelante su
viaje". Volverán un año después al Misisipi, y el río quedará
históricamente enriquecido con el cadáver de HERNANDO DE SOTO sumergido en sus
aguas. La placa de la imagen conmemora, sobre un puente, que Hernando de Soto,
el día 18 de junio de 1541, atravesó por allí el río Misisipi, estando el punto
situado entre el Condado de Coahoma y el Condado de DeSoto (cuyo nombre es
recordado en muchos lugares de aquel gran país).
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