(1020) Lamentaron la pérdida de dos caballos
más, pero había que seguir hacia
delante, con la intención de escapar de
tanto sufrimiento como el que habían soportado a lo largo de toda la campaña de
la Florida. Era el único triunfo que esperaban: "Con las molestias tan
continuas que los indios hacían a los españoles, caminaron en demanda de la
provincia de Guachoyo y del Río Grande hasta fin del mes de octubre del año de
mil quinientos cuarenta y dos, empezando entonces un invierno muy riguroso. Como
deseaban llegar al término señalado, no dejaban de caminar todos los días, por
muy mal tiempo que hiciese, y llegaban llenos de agua y de lodo a los
alojamientos, donde tampoco hallaban qué comer si no lo iban a buscar, y las
más de las veces lo ganaban a fuerza de brazos y a cambio de sus vidas".
Las condiciones climáticas hacían
insoportable el sufrimiento: "Además, como la escasa ropa que tenían siempre la trajesen mojada por las muchas
aguas y nieves y con el pasar de muchos ríos, y ellos anduviesen en piernas,
sin medias calzas, zapatos ni alpargatas, a lo que se añadía el mal comer y no dormir y el mucho cansancio de
camino tan largo y trabajoso, enfermaron muchos españoles e indios de los que
llevaban para su servicio. Y, no contenta la enfermedad con la gente, pasó a
los caballos, y empezaron a morir hombres y bestias en gran número, así como los
indios, los cuales, por servir como
hijos a los españoles, eran llorados no menos que los mismos compañeros. Y de
estos indios casi no escapó ninguno, que español hubo que llevaba cuatro y se
le murieron todos, y, con la prisa que llevaban de pasar adelante, apenas
tenían lugar de enterrar los difuntos, que muchos quedaron sin sepultura.
Con las
inclemencias del cielo y persecuciones del aire, agua y tierra, y trabajos de
hambre, enfermedad y muertes de hombres y caballos, y con el cuidado y
diligencia, aunque flaca, de recatarse y guardarse de sus enemigos, y con la
continua molestia de armas, rebatos y guerra que ellos les hacían, caminaron nuestros
castellanos todo el mes de septiembre y octubre hasta los últimos de noviembre,
que llegaron al Río Grande, que tan deseado y amado había sido de ellos, pues
que con tantas adversidades y ansias de corazón habían venido a buscarle, y, al
contrario, poco antes tan odiado y aborrecido que con ellas mismas le habían
huido alejándose de él. Con grandísimo contento y alegría de sus corazones
miraron los nuestros al Río Grande por parecerles que en él se daba fin a todos
los trabajos de su camino. Por el paraje en el que acertaron a llegar hallaron
en la ribera del río dos pueblos, uno cerca de otro, con cada uno doscientas
casas y un foso de agua, sacada del mismo río, que los cercaba ambos y los
hacía isla. Con
esta determinación, aunque no venían para pelear, se pusieron en escuadrón, que
todavía eran más de trescientos veinte infantes y setenta de a caballo, y
acometieron uno de los pueblos, cuyos moradores, sin defenderse, lo
desampararon. Los nuestros, habiendo dejado gente en él, acometieron el otro pueblo
y con la misma facilidad lo ganaron".
(Imagen) La esperanza de salvación
(provisional) de los españoles era el río Misisipi, y lo alcanzaron en un
pueblo llamado Aminoya (en la imagen aparece al norte de Guachoyo, que es lo
que buscaban), pareciéndoles, después de tantos sufrimientos, el paraíso, por su
abundancia de provisiones. Pero el cronista nos hace ver parte del costo del espantoso viaje: "En este último
recorrido que después de la muerte del gobernador Hernando de Soto los nuestros
hicieron, caminaron en la (fracasada) ida y en la vuelta, más de
trescientas cincuenta leguas (unos 1.925 km), donde murieron a manos de
los enemigos y de enfermedad cien españoles y ochenta caballos, y, aunque
llegaron al Río Grande, no cesó el morir, pues otros cincuenta cristianos
murieron en el alojamiento. Fue misericordia de Dios que les hubiese ayudado en
aquella gran necesidad, porque, si no hallaran aquellos pueblos tan bien abastecidos,
ciertamente habrían perecido todos en pocos días, según venían de maltratados y
enfermos. Y así lo confesaban ellos mismos, pues estaban ya tan mal, que no podían hacer cosa alguna en beneficio
de sus vidas y salud. Y, aun con hallar la comodidad y regalo que hemos dicho,
murieron después de haber llegado más de cincuenta castellanos y otros tantos
indios de los domésticos, porque venían ya tan gastados que no pudieron volver
en sí. Entre los cuales murió el capitán Andrés de Vasconcelos de Silva,
natural de Elvás, de la nobilísima sangre que de estos dos apellidos hay en el
reino de Portugal. Falleció asimismo Nuño Tovar, natural de Jerez de Badajoz,
caballero no menos valiente que noble, aunque infeliz por haberle cabido en
suerte un superior tan severo que, por el yerro del amor que le forzó a casarse
(con Leonor de Bobadilla, como ya vimos) sin licencia del gobernador
Hernando de Soto, lo había traído siempre desfavorecido y desdeñado, muy en contra
de lo que él merecía (el cual le fue, además, de una absoluta lealtad).
Murió también el fiel Juan Ortiz, intérprete, natural de Sevilla, quien en todo
aquel descubrimiento no había servido menos con sus fuerzas y esfuerzo que con
su lengua, porque fue muy buen soldado y de mucho provecho en todas las ocasiones.
En suma, murieron muchos caballeros muy generosos, y muchos soldados nobles de
gran valor y ánimo, pues pasaron de ciento cincuenta personas las que
fallecieron en este último viaje, que causaron gran lástima y dolor, pues, por
la imprudencia y mal gobierno de los capitanes, perecieron tanta y tan buena
gente sin provecho alguno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario