martes, 1 de junio de 2021

(1435) Los españoles, desarrapados y casi descalzos, seguían preparando su escapada. Al confirmarse que Quigualtam y los suyos planeaban matar a todos, Luis de Moscoso castigó duramente a algunos indios, amedrentando a los demás.

 

     (1025) En las conversaciones que tuvo el cacique Anilco con Gonzalo Silvestre, dejó claro que se había ido a pique la paz que concertó con el cacique Guachoyo a petición de Hernando de Soto. Inca Garcilaso saca en conclusión que Anilco se mostró especialmente generoso con los españoles por dos razones (aunque su amistad era sincera): "Para que no se inclinasen a favorecer a Guachoyo contra él, y también porque, para vengar la afrenta que le había hecho invadiendo y destrozando su poblado, necesitaba que los españoles se fuesen pronto de aquella tierra. Y, a la despedida, abrazó a Gonzalo Silvestre y le dijo que le disculpase con el gobernador de no haber ido personalmente a besarle las manos, y que, en lo que tocaba a Quigualtam y sus confederados, le avisaría con tiempo de lo que contra los castellanos maquinasen. Con este recado volvió Gonzalo Silvestre al gobernador y le dio cuenta de lo que en aquel viaje le había sucedido".

     Las condiciones del terreno volvieron poco a poco a la normalidad: "A últimos de abril empezó a menguar el río tan despacio como había crecido, que aún a los veinte de mayo no podían andar los castellanos por el pueblo sino descalzos y en piernas por las aguas y lodos que había por las calles. Esto de andar descalzos fue uno de los trabajos que nuestros españoles más sintieron de cuantos en este descubrimiento pasaron, porque, después de la batalla de Mobila, donde se les quemó cuanto vestido y calzado traían, les fue forzoso andar descalzos, y, aunque es verdad que hacían zapatos, eran de cueros por curtir, que, cuando se mojaban, se estropeaban. Y no les fue posible hacerlos mejores porque no hallaron cáñamo ni otra cosa más duradera. Y lo mismo les acaeció en el vestir, pues, habiendo de caminar y pasar ríos o trabajar con agua que les caía del cielo, y no teniendo ropa de lana con que defenderse de ella, les era forzoso andar casi siempre mojados y muchas veces, como lo hemos visto, muertos de hambre, comiendo hierbas y raíces por no haber otra cosa. De donde el lector podrá comprender los innumerables trabajos que los españoles, en el descubrimiento, conquista y población del Nuevo Mundo, han padecido tan sin provecho de ellos ni de sus hijos, que por ser yo uno de ellos, podré testificar bien esto".

          La retirada de los conspiradores, obligados por las inundaciones, fue solamente un aplazamiento de sus planes: "A finales de mayo, volvió el río a su cauce, y los caciques sacaron de nuevo en campaña su gente de guerra, determinados a dar con brevedad ejecución a su mal propósito. Lo cual, sabido por el buen capitán general de Anilco, fue a visitar al gobernador y, de parte de su cacique y de la suya, le dio cuenta de todo lo que Quigualtam y sus aliados tenían ordenado en daño de los españoles. Le indicó que, de día en día, cada cacique le enviaría sus embajadores con falsas muestras de amistad, y que lo hacían así para que no sospechase su traición si viniesen todos juntos. Estas embajadas habían de durar cuatro días, que era el plazo que los caciques confederados habían señalado para acabar de juntar la gente y acometer a los españoles. Y la intención que traían era matarlos a todos o, en  caso  de no poder hacerlo, al menos quemarles los navíos para no se fuesen de su tierra, pues pensaban acabar con ellos después haciéndoles una guerra continua". Es llamativo que los indios no emplearan la técnica del 'a enemigo que huye, puente de plata'. Querían matar al lobo pensando que, siendo su desaparición un misterio, no volvería ningún otro.

 

     (Imagen) Veamos cómo terminó la intención que Quigualtam y sus caciques aliados tenían de matar a todos los españoles: "Después de que el general del cacique Anilco le avisara al gobernador Luis de Moscoso del plan de los conjurados, que fue en junio del año 1543, vinieron los embajadores de los caciques de la liga, y trajeron los mismos mensajes y las mismas dádivas con las que pretendían disimular su traición. Viéndolo el gobernador, mandó que los prendiesen por separado para confirmar su conjuración, y, enfrentados al hecho, no lo negaron, sino que confesaron que tenían orden de matar a los españoles y quemar los navíos. El general, para que el castigo que se había de hacer no fuese en tantos como serían si aguardasen a que viniesen todos, mandó que, con brevedad, lo ejecutasen en los que aquel día habían apresado, para que aquellos diesen la noticia a los demás de cómo su traición había sido descubierta. Acabado de tomarles la confesión, el mismo día que vinieron ejecutaron en ellos el castigo de la maldad de sus caciques, y el pago de su embajada fue cortarles a treinta de ellos la mano derecha. Los cuales acudían con tanta paciencia a recibir la pena que se les daba, que, apenas había quitado uno la mano cortada del tajón, cuando otro la tenía puesta para que se la cortasen. Lo cual causaba lástima y compasión a los que lo miraban. Con este castigo se deshizo la liga de sus caciques, porque dijeron que, sabiendo los castellanos su mala intención, se prepararían para defenderse. Por lo cual, cada cacique se volvió a su tierra, aunque guardaron todos su mala intención para llevarla a cabo cuando más adelante se ofreciese. Creyendo ser más poderosos en el agua que en tierra, decidieron que cada uno preparase el máximo de gente y canoas para poder perseguir a los españoles cuando se fuesen por el río abajo, donde pensaban matarlos. El gobernador y sus capitanes, tras comprobar que era cierta la gran conjuración, vieron que sería necesario salir con brevedad de sus tierras antes de que los enemigos ordenasen otra peor. Con este acuerdo, se dieron mucha más prisa que hasta entonces para poner a punto los bergantines, aunque no habían andado ociosos". Triste cosa tener que volver de La Florida no solo fracasados y maltrechos, sino, además, luchando a brazo partido contra ataques de indios tan belicosos, en los que seguirían muriendo españoles hasta llegar por el gran río al Golfo de México (cerca de 500 km, como de Greenville a  Nueva Orleans).




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