(1035) Cumpliendo lo ordenado por el
virrey, aquellos enfurecidos y fracasados conquistadores se pusieron en marcha
hacia la ciudad de México: "Salieron de Pánuco después de haber estado
veinticinco días en la población. Por los caminos los contemplaban muchos castellanos
e indios, y se admiraban de ver españoles a pie vestidos de pieles de animales
y en piernas, porque los más afortunados de ellos solo llevaban algo poco mejor
que las alpargatas que les dieron en limosna. Se asombraban de verlos tan
negros y desfigurados, y decían que bien mostraban en su aspecto los trabajos,
hambre, miserias y persecuciones que habían padecido. Las cuales cosas ya se
habían pregonado por todo el reino, por lo cual indios y españoles, con mucho
amor y grandes caricias, los hospedaban, servían y regalaban por el camino
hasta que entraron en la famosísima ciudad de México. En ella fueron recibidos
y hospedados por el virrey y por los demás vecinos, caballeros y hombres ricos
de la ciudad, con tanto aplauso, que los llevaban de cinco en cinco y de seis
en seis a sus casas, y los trataban como si fueran sus propios hijos".
Inca Garcilaso recoge datos de los dos
breves cronistas que fueron testigos de
los hechos: "Juan Coles dice en este paso que un caballero principal
vecino de México, llamado Jaramillo, llevó a su casa a dieciocho hombres, todos
de Extremadura, y que los vistió de paño veinticuatreno de Segovia (tenía 24
centenares de hilos), y que a cada uno les dio cama de colchones, sábanas y
frazadas (mantas gruesas) y almohadas, peine y escobilla, y todo lo
demás necesario para un soldado; y que toda la ciudad se dolió mucho de verlos
venir vestidos de gamuzas y cueros de vaca, y que les hicieron esta honra y
caridad por los muchos trabajos que supieron habían pasado en la Florida, y que,
por el contrario, no quisieron hacer merced alguna a los que habían ido con el
capitán Juan Vázquez Coronado, vecino de México, a descubrir las siete
ciudades, porque sin necesidad alguna se habían vuelto a México sin querer
poblar, los cuales habían salido poco antes que los nuestros. Todas estas
palabras son de la relación de Juan Coles, natural de Zafra, y con ella
confirma en todo la de Alonso de Carmona, y añade que entre los que llevó
Jaramillo a su casa llevó un pariente suyo. Debió de ser nuestro Gonzalo
Cuadrado Jaramillo. El virrey, como buen príncipe, a todos los nuestros que
iban a comer a su mesa los trataba con mucho amor sin hacer diferencia alguna
del capitán al soldado. Y mandó pregonar que ninguna otra justicia, sino él,
conociese de los casos que entre los nuestros acaeciesen. Y esto lo hizo porque
supo que un alcalde ordinario había puesto en la cárcel pública a dos soldados
de la Florida que se habían acuchillado por las pendencias que entre todos
ellos en Pánuco nacieron. Las cuales se volvieron a encender en México con
mayores humos y fuegos de ira y rencor por la mucha estima que vieron que hacían
los hombres ricos de aquella ciudad de las cosas que de la Florida sacaron,
como eran las gamuzas finas de todos colores, y las pocas perlas que habían
traído, porque eran de mucho precio y valor. Todo lo cual era para los nuestros
causa de mayor desesperación, dolor y rabia, viendo que hombres tan principales
y ricos valoraban de tal manera lo que ellos habían menospreciado. Se acordaban
de que, sin consideración alguna, desampararon tierras que tanto trabajo les
había costado el descubrirlas y donde en tanta abundancia había aquellas cosas
y otras igual de buenas".
(Imagen) Los españoles llegaron fracasados,
pero los recibieron en México como los grandes héroes que fueron. Todo el mundo
les oía con la boca abierta lo que decían de aquella tremenda aventura:
"Incluso el virrey de México (que más tarde sería una hermosísima ciudad)
y su hijo don Francisco de Mendoza disfrutaban mucho al escuchar los sucesos
del descubrimiento, y pedían que los contasen repetidamente. Se asombraban
cuando les hablaban de los tormentos tan crueles que a Juan Ortiz había dado el
cacique Hirrihigua, de la generosidad del buen Mucozo, de la terrible soberbia
y bravura de Vitachuco, de la constancia y fortaleza de sus cuatro capitanes y
de los tres mozos hijos de caciques que sacaron casi ahogados de la laguna. Escucharon
lo fieros e indomables que se mostraron los indios de la provincia de Apalache,
la huida de su cacique tullido y los casos extraños que batallando en aquella
provincia acaecieron, como el muy duro y peligroso viaje de ida y vuelta que hicieron
treinta de a caballo. Se maravillaron de la
gran riqueza del templo de Cofitachequi, de su grandeza y suntuosidad, y de lo que
antes de llegar a él sufrieron en los desiertos. Se alegraron de oír la
cortesía, discreción y hermosura de la señora de aquella provincia de Cofitachequi,
y del ofrecimiento que hizo el cacique Coza para asiento de los españoles. Ss
asombraron de la constitución de gigante que el cacique Tuscalusa tenía y de la
sangrienta batalla de Mabila, de la repentina de Chicaza, de la mortandad de
hombres y caballos que en estas dos batallas hubo, y de la del fuerte de
Alibamo. Estimaron en mucho la adoración que a la cruz se le hizo en la
provincia de Casqui. Abominaron de la monstruosa fealdad que los de Tula hacen artificiosamente
en sus caras y cabezas, y de la fiereza de su carácter semejante a la de sus
figuras. Les dio mucho dolor la muerte del
gobernador Hernando de Soto, y tuvieron lástima de los dos entierros que le
hicieron, pero se alegraron mucho al oír sus hazañas, su ánimo invencible, su
esfuerzo y valentía en pelear, así como su
buen consejo y prudencia en la paz y en la guerra. Cuando le dijeron al virrey
que la muerte le impidió a Hernando de
Soto enviar dos bergantines por el Río Grande (Misisipi) para pedir ayuda
a su excelencia, lo sintió grandemente, y culpó mucho al general (Luis de
Moscoso) y a sus capitanes por no
haber llevado adelante los propósitos de su gobernador y capitán general.
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