viernes, 4 de junio de 2021

(1438) Pensando que los indios se habían retirado, cien españoles bajaron a tierra buscando provisiones. Tuvieron que regresar por un nuevo ataque. La estúpida osadía del fanfarrón Esteban Añez provocó su muerte y la de otros 47 españoles.

 

A los españoles se les esfumaba cualquier esperanza de tranquilidad: "Pasados diez días de la continua guerra que los indios tuvieron con los españoles, cesaron de ella y retiraron sus canoas de los bergantines poco más de media legua. Los nuestros siguieron su viaje y vieron cerca de la ribera un pueblo pequeño de hasta ochenta casas. Les pareció que los indios ya los habían dejado en paz, y que faltaba poco para llegar al mar, porque habrían caminado más de doscientas leguas, ya que siempre habían navegado a vela y remo y el río no hacía vueltas en que pudiesen haberse retrasado. Decidieron prevenirse de comida para la mar y se permitió que todos los que quisiesen ir por maíz fuesen al pueblo con el capitán que estaba elegido. Saltaron en tierra cien soldados, y sacaron los ocho caballos que habían quedado para que se refrescasen y para pelear en ellos si fuese menester. Los indios del pueblo, viendo que los españoles iban a él, lo desampararon y huyeron por los campos. Los nuestros hallaron en las casas mucho maíz y fruta seca, gran cantidad de gamuza, muchas mantas de diversas pieles y un listón de martas finísimas que estaba a trechos guarnecido con sartas de perlas puestas con mucho orden. Se creyó que servía de estandarte para sus fiestas, y  con esta pieza  se quedó Gonzalo Silvestre, que fue el capitán de los que salieron a tierra (el protagonismo del joven Silvestre, del que nunca nos recuerda el cronista que era su informante, iba en aumento)".

     Con todo lo recogido, se volvieron los españoles a toda prisa a los bergantines porque se acabó la tranquilidad: "Los indios, así los de las canoas como los que había por los campos, se habían llamado para juntarse y reforzar el número y el ánimo para la batalla. Acudieron por agua y tierra los enemigos con ferocidad a defender el pueblo y ofender a los españoles, los cuales se embarcaron en sus canoas  y llegaron a los bergantines,  siéndoles forzoso desamparar los caballos, y, aun así, corrieron tanto riesgo, que, si los indios  se hubiesen adelantado cien pasos más, ninguno habría podido embarcarse en los bergantines, pero Dios los socorrió y libró de la muerte aquel día. Los enemigos, viendo que los españoles se habían puesto a salvo, volvieron su furia contra los caballos que en tierra dejaron, y, quitándoles las sillas para que no les protegiesen de las flechas, los dejaron ir por el campo, y luego, como si fueran venados, los flecharon con grandísima fiesta y regocijo, y echaron a cada caballo cuantas más flechas pudieron hasta que los vieron caídos. Así acabaron de perecer los caballos que para este descubrimiento y conquista de la Florida habían entrado en ella, que fueron trescientos cincuenta. Los castellanos, de ver flechar sus caballos y de no poderlos socorrer, sintieron grandísimo dolor, y como si fueran hijos los lloraron, pero, viéndose libres de sufrir lo mismo, dieron gracias a Dios y siguieron su viaje".

     El día número trece de la navegación, los indios hicieron como que se retiraban, pero lo que querían era ver si los bergantines españoles perdían su buen orden, y les salió bien la estrategia, porque uno de ellos se rezagó. Los nativos dieron la vuelta y se cebaron en el navío descolgado,   donde todos los españoles  habrían muerto acribillados a flechazos, de  no haber sido por la rapidez con que volvieron en su auxilio los otros seis bergantines.

 

     (Imagen) Era ya el día número dieciséis del azaroso descenso de los españoles por el Misisipi  en siete pequeños bergantines, y con una inmensidad de indios acosándolos en sus canoas. En la desastrosa expedición ya habían muerto casi la mitad de los españoles, y, de sus trescientos cincuenta caballos, no quedaba  ni uno. Ahora veremos que la estupidez de un soldado  bravucón va a provocar otro desastre: "Entre los españoles de esa expedición venía uno natural de Barcarrota, llamado ESTEBAN AÑEZ, hombre rústico, que, como había pasado siempre muchos trances, tenía fama de valiente e inclinación a hacer locuras. Lo que confirmó saliendo de su carabela  con otros cuatro españoles a los que había engañado diciéndoles que debían hacer la hazaña más famosa de cuantas se hubiesen hecho en toda aquella campaña, y fueron fáciles de persuadir porque todos eran mozos. Y entre ellos fue un hijo natural de don Carlos Enríquez, que falleció en la batalla de Mabila. Esteban Añez y los otros cuatro entraron en la canoa, se apartaron de la carabela y arremetieron contra los indios. El gobernador, vista la desobediencia de aquel desatinado, mandó que fuesen unos cuarenta españoles en tres canoas a por aquel hombre, con determinación de mandarlo ahorcar cuando lo trajesen". Los indios contemplaban lo que ocurría, y consiguieron cercar la canoa de Esteban Añez y las otras tres que habían salido en su persecución por orden del gobernador: "Cuando vieron que los tenían dentro, arremetieron contra las cuatro canoas de los cristianos con tanto ímpetu y furor que las volcaron, derribando al agua a todos cuantos iban en ellas, y, como pasó tanta multitud de canoas por encima de ellos, se ahogaron cuarenta y ocho españoles, librándose únicamente cuatro, y gracias a que el mestizo cubano Pedro Morón, que era grandísimo nadador, pudo recobrar su canoa, y sacar consigo a otros tres, entre ellos, al valentísimo Álvaro Nieto, que peleó sobre la canoa frenando a los indios. Pero de nada les habría valido el esfuerzo si no se hallaran cerca del bergantín del animoso capitán Juan de Guzmán, que los pudo recoger. Este fin tan triste, para él y para sus compañeros, tuvo la vana arrogancia de Esteban Añez,  pues causó la muerte de otros cuarenta y siete españoles que eran más nobles y más valientes que él. El gobernador recogió sus carabelas y siguió su viaje bien lastimado de la pérdida de los suyos".




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