A los
españoles se les esfumaba cualquier esperanza de tranquilidad: "Pasados
diez días de la continua guerra que los indios tuvieron con los españoles,
cesaron de ella y retiraron sus canoas de los bergantines poco más de media
legua. Los nuestros siguieron su viaje y vieron cerca de la ribera un pueblo
pequeño de hasta ochenta casas. Les pareció que los indios ya los habían dejado
en paz, y que faltaba poco para llegar al mar, porque habrían caminado más de
doscientas leguas, ya que siempre habían navegado a vela y remo y el río no
hacía vueltas en que pudiesen haberse retrasado. Decidieron prevenirse de
comida para la mar y se permitió que todos los que quisiesen ir por maíz fuesen
al pueblo con el capitán que estaba elegido. Saltaron en tierra cien soldados,
y sacaron los ocho caballos que habían quedado para que se refrescasen y para
pelear en ellos si fuese menester. Los indios del pueblo, viendo que los españoles
iban a él, lo desampararon y huyeron por los campos. Los nuestros hallaron en las
casas mucho maíz y fruta seca, gran cantidad de gamuza, muchas mantas de
diversas pieles y un listón de martas finísimas que estaba a trechos guarnecido
con sartas de perlas puestas con mucho orden. Se creyó que servía de estandarte
para sus fiestas, y con esta pieza se quedó Gonzalo Silvestre, que fue el capitán
de los que salieron a tierra (el protagonismo del joven Silvestre, del que
nunca nos recuerda el cronista que era su informante, iba en aumento)".
Con todo lo recogido, se volvieron los
españoles a toda prisa a los bergantines porque se acabó la tranquilidad:
"Los indios, así los de las canoas como los que había por los campos, se
habían llamado para juntarse y reforzar el número y el ánimo para la batalla.
Acudieron por
agua y tierra los enemigos con ferocidad a defender el pueblo y ofender a los
españoles, los cuales se embarcaron en sus canoas y llegaron a los bergantines, siéndoles forzoso desamparar los caballos, y,
aun así, corrieron tanto riesgo, que, si los indios se hubiesen adelantado cien pasos más, ninguno
habría podido embarcarse en los bergantines, pero Dios los socorrió y libró de
la muerte aquel día. Los
enemigos, viendo que los españoles se habían puesto a salvo, volvieron su furia
contra los caballos que en tierra dejaron, y, quitándoles las sillas para que
no les protegiesen de las flechas, los dejaron ir por el campo, y luego, como
si fueran venados, los flecharon con grandísima fiesta y regocijo, y echaron a
cada caballo cuantas más flechas pudieron hasta que los vieron caídos. Así
acabaron de perecer los caballos que para este descubrimiento y conquista de la
Florida habían entrado en ella, que fueron trescientos cincuenta. Los
castellanos, de ver flechar sus caballos y de no poderlos socorrer, sintieron
grandísimo dolor, y como si fueran hijos los lloraron, pero, viéndose libres de
sufrir lo mismo, dieron gracias a Dios y siguieron su viaje".
El día número trece de la navegación, los
indios hicieron como que se retiraban, pero lo que querían era ver si los
bergantines españoles perdían su buen orden, y les salió bien la estrategia,
porque uno de ellos se rezagó. Los nativos dieron la vuelta y se cebaron en el
navío descolgado, donde todos los
españoles habrían muerto acribillados a
flechazos, de no haber sido por la
rapidez con que volvieron en su auxilio los otros seis bergantines.
(Imagen) Era ya el día número dieciséis
del azaroso descenso de los españoles por el Misisipi en siete pequeños bergantines, y con una
inmensidad de indios acosándolos en sus canoas. En la desastrosa expedición ya
habían muerto casi la mitad de los españoles, y, de sus trescientos cincuenta
caballos, no quedaba ni uno. Ahora
veremos que la estupidez de un soldado
bravucón va a provocar otro desastre: "Entre los españoles de esa
expedición venía uno natural de Barcarrota, llamado ESTEBAN AÑEZ, hombre
rústico, que, como había pasado siempre muchos trances, tenía fama de valiente e
inclinación a hacer locuras. Lo que confirmó saliendo de su carabela con otros cuatro españoles a los que había
engañado diciéndoles que debían hacer la hazaña más famosa de cuantas se
hubiesen hecho en toda aquella campaña, y fueron fáciles de persuadir porque
todos eran mozos. Y entre ellos fue un hijo natural de don Carlos Enríquez, que
falleció en la batalla de Mabila. Esteban Añez y los otros cuatro entraron en
la canoa, se apartaron de la carabela y arremetieron contra los indios. El
gobernador, vista la desobediencia de aquel desatinado, mandó que fuesen unos
cuarenta españoles en tres canoas a por aquel hombre, con determinación de
mandarlo ahorcar cuando lo trajesen". Los indios contemplaban lo que
ocurría, y consiguieron cercar la canoa de Esteban Añez y las otras tres que
habían salido en su persecución por orden del gobernador: "Cuando vieron
que los tenían dentro, arremetieron contra las cuatro canoas de los cristianos
con tanto ímpetu y furor que las volcaron, derribando al agua a todos cuantos
iban en ellas, y, como pasó tanta multitud de canoas por encima de ellos, se
ahogaron cuarenta y ocho españoles, librándose únicamente cuatro, y gracias a
que el mestizo cubano Pedro Morón, que era grandísimo nadador, pudo recobrar su
canoa, y sacar consigo a otros tres, entre ellos, al valentísimo Álvaro Nieto,
que peleó sobre la canoa frenando a los indios. Pero de nada les habría valido
el esfuerzo si no se hallaran cerca del bergantín del animoso capitán Juan de Guzmán,
que los pudo recoger. Este fin tan triste,
para él y para sus compañeros, tuvo la vana arrogancia de Esteban Añez, pues causó la muerte de otros cuarenta y
siete españoles que eran más nobles y más valientes que él. El gobernador
recogió sus carabelas y siguió su viaje bien lastimado de la pérdida de los
suyos".
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