(763) Tras los ahorcamientos, la tropa de
Juan de Acosta continuó su trágica marcha: "Hechas estas cosas, se fueron
todos a la ciudad de San Juan de la Frontera (También llamada Huamanga, y,
actualmente, Ayacucho), la cual hallaron desierta, y con todas las casas
cerradas, porque sus moradores habían huido por el miedo que tenían de que
Acosta los matase o los llevase consigo". De hecho, habían quedado unos
pocos valientes en la ciudad, responsabilizados por la necesidad de protegerla
en la medida de lo posible. Pero tomaron muchas precauciones: llevaron a sus
mujeres consigo y muchas provisiones a un lugar prácticamente inexpugnable:
"Juan de Acosta les envió recado con grandes amenazas, para que supieran
que, si no regresaban, les quemaría la ciudad, y que iría a buscarlos con la
intención de no dejar a ninguno con vida. A esto le respondieron que podía
hacer lo que quisiese, pues ellos de ninguna manera negarían a Su Majestad la
fidelidad que le debían". Ya estaba dispuesto Juan de Acosta a atacarlos,
cuando llegó de improviso el ubicuo mercedario fray Pedro Muñoz, enviado por
Gonzalo Pizarro. Ambos se alegraron mucho de verse, y Acosta dejó de lado su
propósito, aunque, según Santa Clara, también se dio cuenta de que le habría
sido imposible sacar de donde estaban a los resistentes vecinos, porque
exigiría un cerco demasiado largo. Tras intercambiar noticias con el clérigo,
"Acosta determinó ir a verse con Gonzalo Pizarro, que lo llamaba con mucha
prisa".
Así que se encaminó veloz hacia Arequipa:
"Pero no sin gran menoscabo de ejército, porque se le huyeron muchos
durante su estancia en Huamanga. Entre otros, Martín de Alarcón, su alférez
general, Antonio de Ávila, Hernando de Alvarado, Alonso Rengel, y así, hasta
más de treinta y cinco de sus hombres señalados. Cuando llegaron a Andahuaylas,
huyeron el capitán Martín de Olmos, Gaspar de Toledo, García de Salcedo, Alonso
Gutiérrez, Pedro Bejarano el Poeta, Francisco de Andrada y algunos más, yéndose
todos a Lima". A Santa Clara le impresiona este goteo constante, y
describe la pésima situación de las tropas de Gonzalo Pizarro, tomando como
ejemplo lo que le ocurre ahora a Juan de Acosta: "Se iban de día y de
noche, y no tenía poder para retenerlos, a pesar de que los amenazaba
terriblemente de muerte. Enviaba a muchos soldados en los que tenía gran
confianza en busca de los huidos, y muchos se escapaban con ellos. Los presos
que algunos traían, eran ahorcados sin ser oídos y sin poder confesarse. Esta
era una crueldad muy usada en estos reinos de Perú, pues se mataba y hacía
cuartos a los hombres sin justicia ni razón, como si fueran carneros, y lo peor
de todo era que los ahorcaban sin confesión, muriendo tristes y desventurados;
que Dios y Su Majestad lo remedien, porque pueden hacerlo".
Una y otra vez aparece en las crónicas el
horror a morir sin confesión. Aquellos duros y empecatados conquistadores tenían
una profunda fe cristiana, creyendo firmemente que una vida entera llena de
pecados quedaría limpia con una confesión antes del último suspiro (¡qué cosas
oirían sus confesores!). De ahí la cínica frase: 'Dame, Señor, una feliz vida
llena de pecados, y un segundo de arrepentimiento en mi última hora". No
podía haber más sadismo que privarle a uno de esa posibilidad, y el que lo
hacía confiaba en tener mejor suerte, confesarse a tiempo y quedar limpio de
toda culpa, incluso de esa. Un caso extremo de irracionalidad.
(Imagen) Le dediqué anteriormente dos
reseñas a GABRIEL DE ROJAS Y CÓRDOVA, pero nos acaba de aparecer abandonando,
junto al licenciado Benito Suárez de Carvajal y otros, a Gonzalo Pizarro, para
ir a Lima y ponerse al servicio de las tropas del Rey. Era un superveterano
(estuvo ya con el cruel Pedrarias Dávila en Nicaragua) y hombre muy respetado
por todo el mundo. Trató, cuanto pudo, de evitar la participación en las
guerras civiles. En los archivos epistolares que Pedro de la Gasca guardaba,
aparecen datos muy interesantes sobre Gabriel de Rojas, que nos sirven también
para corregir errores sobre sus andanzas. En una carta de Gonzalo Pizarro, que
es impresionante porque se la envió a Francisco de Espinosa la víspera de su
derrota definitiva, menciona a Gabriel de Rojas: "Los enemigos me hacen
reír, porque no se atreverán a pelear sabiendo lo que les aconteció en Huarina
(última victoria de Gonzalo). Los más famosos capitanes que traen son
Gabriel de Rojas, Salazar el corcovado, Diego Maldonado y Juan Julio de
Ojeda". En otra, el propio La Gasca comenta que Gabriel de Rojas se
encargaba de la artillería con tanta habilidad, que provocó que muchos
abandonaran a Pizarro. Aunque algunos historiadores opinaron que la sensatez de
Gabriel de Rojas en sus cambios de bando eran fruto de la deslealtad, Pedro de
la Gasca lo apreciaba sin medida. Muerto ya Gonzalo Pizarro, lo puso al mando
de la ciudad de Potosí y de sus minas. Más tarde, La Gasca le envió un escrito
al Rey en el que ensalzaba las virtudes de GABRIEL DE ROJAS, y daba un dato que
deja fuera de lugar la fecha que se atribuye a su muerte y la manera como
ocurrió. Con respecto a su fallecimiento, se suele decir que fue debido a un
flechazo de los indios, pero ese fue el caso de Diego de Rojas, con el que se
le confunde. Dice Pedro de la Gasca: "Me han comunicado que el diecisiete
de diciembre del pasado año (1548) había fallecido el capitán Gabriel de
Rojas de un dolor de costado (con unos 68 años), lo que me ha dado mucha
pena, porque era el más entero vasallo de Su Majestad que he conocido en estas
tierras, del cual en gran manera me he servido y pensaba servirme mientras aquí
yo estuviera. Vivió como cristiano y me dicen que como tal murió, por lo que
Dios lo tendrá en su gloria".
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