(755) Es imposible creer que Gonzalo
Pizarro no supiera lo que iba a pasar, cuando nosotros, simples lectores de
aquellas andanzas, estamos seguros del triste final de los alborotadores. Le
hemos visto en otras ocasiones a Gonzalo Pizarro algunos gestos de piedad, pero
se ha comportado ya demasiadas veces como un hipócrita Pilatos. El trabajo
sucio se lo dejaba a Carvajal, a quien le encantaba, en solitario o junto a
otros de su estilo, como en este caso Bachicao: "Francisco de Carvajal y
Hernando Bachicao saludaron cortésmente a Francisco Barbosa y Diego Ruiz de
Baracaldo, y les dijeron que querían decirles ciertas cosas que a todos les
afectaban. Ellos se levantaron, y los llevaron a la orilla del mar. Les
hicieron preguntas sobre el asunto de la huida de los soldados, y a todo les
contestaron que era verdad, pero no delataron a nadie, aunque fueron
terriblemente amenazados. Estos dos crueles tiranos, muy enojados por su
negativa, y por vengar lo que intentaban hacer, mandaron a cuatro negros que
llevaban consigo, además de ciertos soldados, que les diesen de puñaladas, y
los matasen. Los cuatro negros arremetieron contra ellos y los mataron
cruelmente y sin confesión. Aunque Francisco Caro, alférez de Carvajal, que se
hallaba presente, dijo que quienes empezaron a herirlos fueron los dos
carniceros. Lugo los enterraron en la arena, para que no fuesen
encontrados". Digamos de Francisco Caro que murió pronto, quizá en la
batalla final, junto a Gonzalo Pizarro y Francisco de Carvajal, pues, poco
después, les requisaron sus bienes a los herederos por haber sido partidario de
los rebeldes.
Santa Clara nos muestra vívidamente el drama que estaba
soportando Gonzalo Pizarro: "Partió del pueblo de Chilca como el más
triste hombre de todo el mundo, lamentando de seguido, como le decía muchas
veces a Garcilaso de la Vega, capitán de su guardia personal, cómo se había
sentido, poco antes, señor universal de todo el Perú, siendo acatado y
obedecido, y cuán pujante había estado de ejército y buenos capitanes, por mar
y por tierra, y ahora se veía totalmente desamparado de todos aquellos que siempre
le habían mostrado mucha lealtad. Además, sentía que ya solamente era señor de
la tierra que pisaba, porque la que quedaba atrás y delante, era ya de sus
mortales enemigos, o, por mejor decir, de Su Majestad, porque ellos la
recuperaban en su real nombre. Pero lo peor de todo ello era ver que sus
verdaderos amigos le dejaban desamparado, y se iban a la ciudad de Lima, para
después venir contra él como rabiosos enemigos, olvidando todo el bien que les
había hecho". Aunque le vemos ahora tan deprimido, aún le quedará la
enorme alegría de vencer en la difícil batalla de Huarina, donde, además, tuvo
la satisfacción de comprobar la fidelidad de Sebastián Garcilaso de la Vega,
quien le salvó cediéndole su caballo cuando Gonzalo había sido derribado. Corta
dicha, porque, en la siguiente batalla, la de Jaquijaguana, el trágico Gonzalo
Pizarro perderá la vida, no sin antes ver que también perdía a Garcilaso, pues
se pasó en el último momento al bando de Pedro de la Gasca.
(Imagen) Continuemos con lo tratado en la
imagen anterior. Primeramente, aclararé el error al que hice alusión en ella, y
del que me hago responsable. Según vemos en el texto de la imagen actual, el
licenciado Cianca estuvo a punto de cortarle la cabeza a Alonso de Alvarado por
el feo asunto del que fue víctima María de Lezcano, y di por hecho que lo había
condenado a muerte. Pero no fue así, ya que Pedro de la Gasca le impidió
hacerlo. Todo muy correcto. Pero nos vamos a encontrar con las dos decepciones
a las que hice referencia. Resulta lamentable ver que dos grandes hombres, que
tanto se apreciaron mutuamente, Pedro de la Gasca y Alonso de Alvarado,
llegaran a odiarse tan agriamente. Cianca no condenó a muerte a Alvarado, pero
sí lo hizo, por el mismo asunto de María de Lezcano, el licenciado Gómez
Fernández. Lo triste es que, según cuenta Alvarado (y parece muy verosímil),
Pedro de la Gasca le presionó al licenciado para que lo condenara a muerte. No
hay duda de que, aunque Alvarado fuera culpable, el delito no merecía la muerte
(a uno de los ejecutores le condenaron a cortarle una mano), y, recurriendo,
consiguió que no se le aplicara. En su larga apelación, negaba los hechos, asegurando
que La Gasca animó a María Lezcano a acusarle, y que se dictó sentencia sin que
le dieran oportunidad de defenderse. ¿Por qué tanto odio? Alonso de Alvarado
afirmaba que se llegó a ese extremo porque, cuando se ejecutó a Gonzalo
Pizarro, Pedro de la Gasca hizo los repartos de las encomiendas de indios muy
injustamente, y él se le enfrentó con firmeza en nombre propio y de otros
muchos agraviados. Presentó también testigos de que el juez Gómez Fernández
reconocía que Pedro de la Gasca lo coaccionó. Son, pues, dos decepciones,
porque queda el mal sabor de boca de ver a Alonso de Alvarado como posible
protagonista, junto a Diego de Mora (quizá influidos por la insistencia de sus
mujeres), del duro castigo que le dieron a la, sin duda, soberbia María de
Lezcano, y, a Pedro de la Gasca, como sospechoso de tener, además de las
excelsas cualidades de la inteligencia y el valor, el defecto de ser muy
vengativo.
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