sábado, 25 de mayo de 2019

(Día 840) Manco Inca mata traidoramente a los dos enviados de Pizarro, quien, en represalia, ejecuta a su mujer. Lorenzo de Aldana organiza nuevas expediciones y escoge al capitán Jorge Robledo para dirigirlas. Cieza hace grandes elogios de los dos.


     (430) Pizarro se puso en marcha hacia el Cuzco, y se detuvo en Yuca para ver si era cierto que Manco Inca hablaba en serio de  establecer una paz con los españoles. Le mandó desde allí un aviso invitándolo a que le visitara. A pesar de que los mensajeros, que eran dos criados de Pizarro, le llevaban también regalos, Manco inca los mató. Al saberlo Pizarro, montó en cólera, y, perdiendo los nervios, dio muerte a una india que era esposa de Manco Inca: “Sus propios hombres, por ser mujer, lo tuvieron como gran crueldad. El Marqués la tenía presa, y aun dicen algunos que él o Gonzalo Pizarro había tenido con ella ayuntamiento; lo mismo se dice de Antonio Picado, su secretario. Como Manco Inca no quería la paz (y había matado a los dos criados de Pizarro), por darle enojo tan grande como era matar a la mujer más querida suya, hicieron allí justicia dándole muerte cruel. Ella, espantada, decía que no tenía culpa que fuese digna de su muerte, y, como se viese en aquel trance, repartió sus joyas entre las indias que allí estaban. Después les rogó que, ya muerta, echasen las reliquias de su cuerpo en un serón río abajo, para que la corriente del agua la llevase adonde estaba Manco Inca, su marido (puro amor), y así lo hicieron, y, cuando él lo supo, mostró notable sentimiento”. Tras la cruel decisión, Pizarro, pasando por el Cuzco, llegó a Lima, donde se había recibido el nombramiento como primer obispo de Quito para García Díaz Arias, “a quien todos querían mucho, e se hicieron grandes alegrías e regocijos en la ciudad”.
     Enlazando temas, pasa Cieza a hablar de las andanzas del enviado de Pizarro, Lorenzo de Aldana, por las tierras hoy colombianas y lindantes con Ecuador, y alaba su hábil control pacífico de las poblaciones, tanto españolas como indias. Entonces partió Pedro de Añasco hacia Timaná, donde era Teniente de Gobernador por delegación de Belalcázar, no sin antes haberle insistido Aldana en que respetara a los indios, y haberle dado el encargo de que le dijera lo mismo a Juan de Ampudia, que estaba en Popayán. Ya dije (y lo veremos más tarde), que estos dos capitanes tuvieron una cruel muerte a manos de los indios.
     Lorenzo de Aldana no perdía el tiempo, ni quería que lo perdieran los soldados. Había mucha gente ociosa en Cali, “y muchos soldados viejos que entendían bien la conquista”, por lo que decidió mandarlos a poblar la zona de Anserma, descubierta por Belalcázar. Aunque le habría sido provechoso para sus propios intereses dirigir personalmente esa campaña, prefirió quedarse para mantener todo en orden, su principal preocupación. En un solo párrafo, y de una tacada, Cieza nos va a  mostrar la gran admiración que sentía por Lorenzo de Aldana y por Jorge Robledo, su jefe militar. Como le ocurría a Bernal Díaz de Castillo, que admiraba con gran entusiasmo (sin ánimo de adular) las extraordinarias cualidades de Hernán Cortés, y, al mismo tiempo, hablaba sin tapujos y críticamente de sus defectos, Cieza sentía un afecto especial por su jefe, Jorge Robledo, y veía en él muchas virtudes, pero tampoco se mordió la lengua cuando tomó decisiones censurables.
     Escuchemos sus elogios: “Aunque Lorenzo de Aldana sabía que, de semejante jornada, podría resultar mucho provecho para el capitán que allá fuese, sacudió de sí la codicia, teniendo en más gobernar lo que tenía a su cargo, e, con mucha diligencia, estuvo pensando qué capitán enviaría con el cargo. Y, aunque entre los que vinieron de Cartagena, estaban Melchor Suero de Nava, Alonso de Montemayor, el comendador Hernán Rodríguez de Sosa y otros hombres prudentes, escogió a Jorge Robledo. E ciertamente no erró, porque Robledo era tal persona y tan sinceramente servidor del Rey, que fue en él bien empleado este cargo”. Digamos de paso que Jorge Robledo y Melchor Suero morirán juntos, ejecutados por orden de Belalcázar.

     (Imagen) Ya hablamos del bachiller García Díaz Arias, natural de Consuegra (Toledo). Pero podemos ver más detalles ahora que nos comenta Cieza que, cuando Pizarro volvió a Lima, supo que García había sido nombrado primer Obispo de Quito, y que se hicieron celebraciones porque era un clérigo muy querido. Ahí tenemos a los dos juntos, Francisco Pizarro y su confesor personal, a quien sin duda apreció mucho (tenían, además, cierto parentesco). No se imaginaban que todo se iba a complicar con las guerras civiles, hasta el punto de que García tuvo que esperar cuatro años para estrenar su obispado. Pero eso fue lo de menos. Era el año 1541 cuando recibió su nombramiento, y, pasados unos pocos meses, asesinaron a Pizarro estando a su lado el reverendo, quien, como daba a entender en la carta que le envió al Rey (la vimos anteriormente), en medio de aquella masacre se dio por muerto. Lo que le salvó fue su condición de clérigo, pues aquellos conquistadores, no por falta de ganas sino por un temor reverencial, en raras ocasiones llegaron a quitarle la vida a un religioso. Hace un pequeño retrato de él un dominico que lo conoció bien: “Fue el primer obispo de Quito, de quien recibí, siendo muchacho, la tonsura. Varón no muy docto, amante de las ceremonias religiosas y de la música que se cantaba con el órgano. Fundó la catedral de Quito. Era alto de cuerpo, bien proporcionado, con buen rostro, blanco y de respetable autoridad, pero con mucha llaneza y humildad. Murió en buena vejez el año 1562”. Lo de ‘no muy docto’ se refiere a que tenía como titulación universitaria la de bachiller,  baja para lo habitual en los obispos. Quien lo valoró mucho fue Francisco Pizarro, y, como nos ha dicho Cieza, la gente en general.



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