(430) Pizarro se puso en marcha hacia el
Cuzco, y se detuvo en Yuca para ver si era cierto que Manco Inca hablaba en
serio de establecer una paz con los
españoles. Le mandó desde allí un aviso invitándolo a que le visitara. A pesar
de que los mensajeros, que eran dos criados de Pizarro, le llevaban también
regalos, Manco inca los mató. Al saberlo Pizarro, montó en cólera, y, perdiendo
los nervios, dio muerte a una india que era esposa de Manco Inca: “Sus propios
hombres, por ser mujer, lo tuvieron como gran crueldad. El Marqués la tenía
presa, y aun dicen algunos que él o Gonzalo Pizarro había tenido con ella
ayuntamiento; lo mismo se dice de Antonio Picado, su secretario. Como Manco
Inca no quería la paz (y había matado a
los dos criados de Pizarro), por darle enojo tan grande como era matar a la
mujer más querida suya, hicieron allí justicia dándole muerte cruel. Ella,
espantada, decía que no tenía culpa que fuese digna de su muerte, y, como se
viese en aquel trance, repartió sus joyas entre las indias que allí estaban. Después
les rogó que, ya muerta, echasen las reliquias de su cuerpo en un serón río
abajo, para que la corriente del agua la llevase adonde estaba Manco Inca, su
marido (puro amor), y así lo
hicieron, y, cuando él lo supo, mostró notable sentimiento”. Tras la cruel decisión,
Pizarro, pasando por el Cuzco, llegó a Lima, donde se había recibido el nombramiento
como primer obispo de Quito para García Díaz Arias, “a quien todos querían
mucho, e se hicieron grandes alegrías e regocijos en la ciudad”.
Enlazando temas, pasa Cieza a hablar de
las andanzas del enviado de Pizarro, Lorenzo de Aldana, por las tierras hoy
colombianas y lindantes con Ecuador, y alaba su hábil control pacífico de las
poblaciones, tanto españolas como indias. Entonces partió Pedro de Añasco hacia
Timaná, donde era Teniente de Gobernador por delegación de Belalcázar, no sin
antes haberle insistido Aldana en que respetara a los indios, y haberle dado el
encargo de que le dijera lo mismo a Juan de Ampudia, que estaba en Popayán. Ya
dije (y lo veremos más tarde), que estos dos capitanes tuvieron una cruel
muerte a manos de los indios.
Lorenzo de Aldana no perdía el tiempo, ni
quería que lo perdieran los soldados. Había mucha gente ociosa en Cali, “y
muchos soldados viejos que entendían bien la conquista”, por lo que decidió
mandarlos a poblar la zona de Anserma, descubierta por Belalcázar. Aunque le
habría sido provechoso para sus propios intereses dirigir personalmente esa
campaña, prefirió quedarse para mantener todo en orden, su principal
preocupación. En un solo párrafo, y de una tacada, Cieza nos va a mostrar la gran admiración que sentía por
Lorenzo de Aldana y por Jorge Robledo, su jefe militar. Como le ocurría a
Bernal Díaz de Castillo, que admiraba con gran entusiasmo (sin ánimo de adular)
las extraordinarias cualidades de Hernán Cortés, y, al mismo tiempo, hablaba
sin tapujos y críticamente de sus defectos, Cieza sentía un afecto especial por
su jefe, Jorge Robledo, y veía en él muchas virtudes, pero tampoco se mordió la
lengua cuando tomó decisiones censurables.
Escuchemos sus elogios: “Aunque Lorenzo de
Aldana sabía que, de semejante jornada, podría resultar mucho provecho para el
capitán que allá fuese, sacudió de sí la codicia, teniendo en más gobernar lo
que tenía a su cargo, e, con mucha diligencia, estuvo pensando qué capitán
enviaría con el cargo. Y, aunque entre los que vinieron de Cartagena, estaban
Melchor Suero de Nava, Alonso de Montemayor, el comendador Hernán Rodríguez de
Sosa y otros hombres prudentes, escogió a Jorge Robledo. E ciertamente no erró,
porque Robledo era tal persona y tan sinceramente servidor del Rey, que fue en
él bien empleado este cargo”. Digamos de paso que Jorge Robledo y Melchor Suero
morirán juntos, ejecutados por orden de Belalcázar.
(Imagen) Ya hablamos del bachiller García
Díaz Arias, natural de Consuegra (Toledo). Pero podemos ver más detalles ahora
que nos comenta Cieza que, cuando Pizarro volvió a Lima, supo que García había
sido nombrado primer Obispo de Quito, y que se hicieron celebraciones porque
era un clérigo muy querido. Ahí tenemos a los dos juntos, Francisco Pizarro y
su confesor personal, a quien sin duda apreció mucho (tenían, además, cierto
parentesco). No se imaginaban que todo se iba a complicar con las guerras
civiles, hasta el punto de que García tuvo que esperar cuatro años para
estrenar su obispado. Pero eso fue lo de menos. Era el año 1541 cuando recibió
su nombramiento, y, pasados unos pocos meses, asesinaron a Pizarro estando a su
lado el reverendo, quien, como daba a entender en la carta que le envió al Rey
(la vimos anteriormente), en medio de aquella masacre se dio por muerto. Lo que
le salvó fue su condición de clérigo, pues aquellos conquistadores, no por
falta de ganas sino por un temor reverencial, en raras ocasiones llegaron a
quitarle la vida a un religioso. Hace un pequeño retrato de él un dominico que
lo conoció bien: “Fue el primer obispo de Quito, de quien recibí, siendo
muchacho, la tonsura. Varón no muy docto, amante de las ceremonias religiosas y
de la música que se cantaba con el órgano. Fundó la catedral de Quito. Era alto
de cuerpo, bien proporcionado, con buen rostro, blanco y de respetable
autoridad, pero con mucha llaneza y humildad. Murió en buena vejez el año
1562”. Lo de ‘no muy docto’ se refiere a que tenía como titulación universitaria
la de bachiller, baja para lo habitual
en los obispos. Quien lo valoró mucho fue Francisco Pizarro, y, como nos ha
dicho Cieza, la gente en general.
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