(380) Pero Enríquez se ganaba con
facilidad enemigos: “Entonces me vio Hernando Pizarro, y yo le dije: ‘Señor,
reconozco que he errado con vos. No queráis más venganza de mí que la que he
sufrido esta noche, y tenedme bajo vuestra mano’. Él, noblemente, me perdonó.
Pero verdad es que, dos meses después, estando en casa de un gran amigo mío que
se llama Felipe Gutiérrez, que fue gobernador de Veragua (territorio costero frente al Caribe), de donde vino fracasado, los
dos sentados junto a un brasero, entraron cinco hombres que pusieron mano a sus
espadas, y nosotros a las nuestras. Estuvimos batiéndonos por espacio de media
hora, y por estar nosotros desprotegidos, a Felipe Gutiérrez le dieron una gran
cuchillada en la mano, y a mí, una no pequeña en la cabeza, otra en un brazo y
otra en una pierna. Así nos dejaron, pensando quizá que era cuanto bastaba para
quitarnos la vida. Pienso que Hernando Pizarro no lo mandó, pero que se hizo
creyendo que le agradaría. Yo no había hecho nada para que me deseasen tanto
mal, porque, para matar a otro, ha de haber injuria señalada, y yo no se la
había hecho a nadie”.
Básicamente, lo que cuenta Enríquez es
siempre cierto, aunque le encanta teatralizar los sucesos, lo que sirve también
para que su lectura gane en amenidad. Con lo que acaba de decir confirma el
panorama de anarquía y pillaje que hubo
en las guerras civiles, y que todos los cronistas comentan. Abundaron
los comportamientos heroicos, pero las venganzas fueron miserables, sin respeto
a los vencidos, robando cuanto podían y matando sin escrúpulos, ajenos por completo
al código del honor militar. Le dejamos ahora a Enríquez, y lo recuperaremos
pronto para ver su impresionante relato sobre cómo fue ejecutado Almagro.
No estará de más completar datos de la
batalla de las Salinas recurriendo a Inca Garcilaso de la Vega, quien, a su
vez, copia bastante de lo que dijeron López de Gómara y Agustín de Zárate, los
cronista ‘académicos’ de la Corona. El primero no estuvo en Indias, y el
segundo, poco tiempo. Dice Garcilaso que, al comenzar la batalla, la
arcabucería de Pizarro hizo mucho daño a los de Almagro: “Conocí a un caballero
llamado Alonso de Loaysa, natural de Trujillo, que salió de aquel
enfrentamiento herido por una pelota de las de alambre, que le cortó la quijada
baja con todos sus dientes y parte de las muelas. Este tipo de pelotas las
llevó a Perú desde Flandes el capitán Pedro de Vergara (a quien ya le dediqué una imagen). Consisten en dos pelotas unidas
por un alambre y metidas juntas en el arcabuz, y, al salir disparadas, se
separan, de manera que con ese hilo de hierro que llevan en medio, cortan
cuanto por delante topan”.
Ya
conocemos el triste final que tuvo más tarde Pedro de Lerma, pero ahora nos
enteramos de que estuvo a punto de matar a Hernando Pizarro, y de que fue tan
bravo como Rodrigo Orgóñez. Probablemente la obsesión de los dos por acabar con
Hernando se debiera, además de al odio personal, a un intento de descabezar a
su ejército, ya que ellos estaban en clara inferioridad de condiciones. Pedro
de Lerma y Hernando Pizarro se enfrentaron con las lanzas.
(Imagen) Qué fiables son los cronistas de
Indias. Habla Inca Garcilaso de la Vega de que Pedro de Vergara trajo de
Flandes un uso demoledor de las pelotas de arcabuz. Se las unía de dos en dos
con un alambre, de manera que, además de golpear, se convertían en temibles
guadañas. Dice que conoció al capitán ALONSO DE LOAYSA (hermano de Jerónimo de
Loaysa, arzobispo de Lima), al que un disparo de arcabuz, con esta técnica, “le
cortó la quijada baja con todos sus dientes y parte de las muelas”. Pues bien:
encuentro en un documento del año 1553 (el de la imagen) una total confirmación
de lo que dice Garcilaso. Está en un expediente de méritos y servicio que
presentó un nieto de Alonso, mostrando que fue el prototipo de otros muchos
mutilados que siguieron entregados con asombroso coraje a la vida militar.
Describe la tremenda herida y cómo se sobrepuso: “Salió malherido de un balazo
que le dieron en el rostro, que le partió el labio y la quijada, y estuvo a
punto de muerte, y, aunque sanó, le quedó el rostro muy lastimado, con feas
señales. En el alzamiento de Gonzalo Pizarro, nunca le siguió, aunque eran
amigos y de la misma tierra (Trujillo),
sino que fue a juntarse con Pedro de la Gasca, que tenía la voz de Vuestra
Majestad, ayudándole a prender al dicho Gonzalo Pizarro en el valle de
Jaquijaguana”. Continúa contando que después luchó contra el último rebelde,
Francisco Hernández Girón, y que sufrió otra herida terrible: “Salió herido de
un balazo que le dieron, que le rompió la celada de acero y la cabeza, hasta
llegar a los sesos, de lo que estuvo su vida en gran peligro”. Todos lo verían con
gran admiración, pero sería difícil no pestañear ante su desfigurado aspecto.
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