(330) La versión de D. Alonso Enríquez
resulta muy verosímil, sobre todo porque explica la extraña reacción de
Almagro: renunció repentinamente a que
dictaminaran los cuatro ya
designados y prefirió un juez único, proponiendo a Bobadilla, quien lo pudo seducir con su
prestigio intelectual y el juramento de favorecerle en la decisión. Es probable
que Almagro le ofreciera una generosa compensación, pero más probable todavía
que el fraile, que era pizarrista, quisiera
actuar disimuladamente como juez único al servicio de los intereses de
Pizarro.
Fray Francisco de Bobadilla se estableció
para el estudio de la decisión en la población de Mala, como se había
convenido, “por estar aquel pueblo a media distancia entre Chincha y la Ciudad
de los Reyes”. Redactó un documento para enviárselo a los dos gobernadores.
Bobadilla no sufría de ‘folio en blanco’. Era redundante en sus redacciones, y,
como el ´profesional’ Cieza lo copia a la letra, habrá que resumir el texto. El
reverendo se tomó muy en serio la autoridad que ambas partes le habían
concedido, y se dirigía a los afectados con un tono firme y tajante. Les ordenó
a Pizarro y a Almagro, como ya se había sugerido anteriormente, que entregaran
rehenes.
En otro comentario, Don Alonso Enríquez,
resulta aún más contundente sobre la mala fe de Pizarro y Bobadilla, y anticipa
los acontecimientos. “Tenían los dos trato doble con mucha gente emboscada para
prendernos y matarnos si no terminase el trato en lo que Pizarro quisiese. El
justo Don Diego de Almagro hizo todo lo que quiso Pizarro en lo que tocaba a
soltar a Hernando Pizarro, y quedó lo de los límites en manos del fraile, que
podemos comparar con Judas”.
Resulta curioso que a Pizarro le pidió Bobadilla
que uno de sus rehenes fuera su hija Doña Francisca, y a Almagro que, entre los suyos, estuviera
su hijo Diego, la una y el otro, muy jóvenes entonces. Veremos luego que Bobadilla pinchó en hueso, pues ni Pizarro ni
Almagro le hicieron caso en esto.
Ordenó también Bobadilla que se
presentaran ante él en Mala Pizarro y Almagro acompañados cada uno con doce hombres
de a caballo, su capellán, un secretario, un maestre sala y cuatro pajes.
También les obligaba a que sus ejércitos no se movieran de donde estaban.
Almagro respondió que estaba dispuesto a cumplirlo. Pero tuvo que aguantar la
queja de su gran capitán (seguimos con Cieza): “A Rodrigo Orgóñez jamás le
pareció bien que se decidieran los derechos por la mano del fraile Bobadilla, e
decía que Pizarro lo tenía corrompido con oro e plata, e que muy mejor consejo
hubiera sido haber cortado la cabeza a Hernando Pizarro y haber ido contra el
Gobernador, que no aguardar a lo que él sentenciase. Diego de Alvarado (confiando, quizá ingenuamente, en el juego
limpio) deseaba la paz y creía que, si el Provincial juzgase rectamente, le
sería mejor al Adelantado Almagro quedarse con la gobernación de aquella manera,
que quererla tener con derramamiento de sangre. Y Almagro decía también que, si
viese que al juez le cegaba el interés, no había de aceptar lo que él
sentenciase”.
(Imagen) Francisco de Bobadilla, con aires
muy autoritarios, quizá para ocultar su
plan de ayudar a Pizarro, pretendió (inútilmente) que Pizarro y Almagro dejaran
rehenes de garantía para asegurar que cumplieran lo que él decidiese, y, entre
ellos, a su hija y su hijo
respectivamente. Eran muy jóvenes, y, la de Pizarro, una tierna niña de cuatro
años. Una tierna niña a la que le tocó una vida absolutamente extraordinaria y
azarosa. Asesinado su padre y su tío Francisco Martín de Alcántara, la viuda de
este, Inés Muñoz, se hizo cargo de ella
y de su hermano Gonzalo, y los protegió del gran peligro que corrían. El horror
culminó cuando también murió, ejecutado, su tío Gonzalo Pizarro, con quien, de
seguir vivo, quizá se hubiera casado. El Rey se preocupó por su situación, y
dispuso en 1551 que fueran traídos a España Francisca Pizarro y un hermanastro
suyo llamado Francisco Pizarro. La imagen muestra una parte de la orden dada
por Carlos V a petición de la Audiencia de Lima, donde se ve, curiosamente, que
fueron acompañados en el viaje por la madre de Francisca, la princesa Inca Inés
Huaylas Yupanqui, y su marido, Francisco de Ampuero, con quien se había casado
después de separarse de Francisco Pizarro. Al año siguiente, Francisca se casó
con Hernando Pizarro, su tío (unos 30 años mayor que ella), viviendo juntos en
el castillo de la Mota hasta 1561, donde Hernando cumplió sus años de suavizada
prisión. Se trasladaron después a Trujillo y construyeron su magnífico palacio.
Hernando murió en 1578. Francisca se volvió a casar tres años más tarde, y
abandonó este mundo en 1598, quedando para el recuerdo como una mujer mestiza,
valiente y emprendedora.
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