(320) Ya vimos que, en la compleja
personalidad de Enríquez, anidaban al alimón los defectos y las virtudes. Sabiendo
cómo era, es fácil suponer por qué fue uno de los dos escogidos entre la
numerosa tropa de Almagro. Se llevaba fatal con Hernando Pizarro, pero
Francisco Pizarro le tenía en gran consideración porque veía en él a un hombre
de mundo que casi trataba de tú a tú a todos los grandes personajes de la
Corte, incluso al Rey. Por su parte, a Almagro le venían de perlas sus tretas
de embaucador y de hábil negociador, que siempre iban sazonadas con ingeniosos
y hasta jocosos comentarios, como para distraer al personal.
Enríquez y Núñez de Mercado serían los dos
‘terceros’ encargados de dar un dictamen con los dos negociadores de Pizarro,
pero no se iban a presentar solos en Lima, sino bien arropados: “Almagro dio
sus poderes a Don Alonso Enríquez, al alcalde
Mercado (en su libro, Enríquez dice que
Mercado fue también alcalde de Nicaragua), al contador Juan Guzmán, al
tesorero Manuel de Espinar, al veedor Juan de Turégano e al padre Bartolomé de
Segovia, a los cuales mandó a la Ciudad de los Reyes para que con brevedad se
diese tan buen arreglo, que, quedando él
y el Gobernador Pizarro concertados, se renunciara a las armas, pues de ello
sería muy servido Su Majestad. Con la licencia de Don Diego de Almagro, los
mensajeros partieron para la Ciudad de los Reyes llevando cartas misivas suyas
e de otras personas”.
Procurando Cieza siempre encajar en el
sitio oportuno los datos más importantes de las historias que está contando, no
deja pasar la oportunidad de mostrarnos ahora un documento esencial para
entender la confusa situación en que había quedado el conflicto entre Pizarro y
Almagro, agravado por las presiones de sus propios ejércitos, ansiosos de gloria
y de riquezas: “Y porque muchas veces he hecho mención (aguantándose las ganas de mostrarlo todo) de la provisión que el
obispo de Panamá tenía de Su Majestad para señalar esos límites de las
gobernaciones, será justo que la pongamos literalmente sacada del original”. La
meticulosidad de Cieza en su maravillosa obra es extraordinaria, trabajando
como un poseso para ver con sus propios ojos los documentos auténticos, algo de
extraordinaria dificultad en aquellos tiempos. Pero él todo lo superaba,
recorriendo distancias enormes para tener acceso a los archivos municipales o
judiciales. Pone hasta la última letra del documento a que ahora se refiere, y
habrá que resumirlo a lo esencial.
Pero previamente, Cieza nos explica una
maniobra que hizo Pizarro unos tres años antes con el fin de que Almagro, que
estaba a punto de partir hacia Chile, no llegara a conocer el documento, o lo
viera lo más tarde posible para que no se hiciera ilusiones precipitadas sobre
el territorio que le correspondía como gobernador. De hecho, el documento no
bastaba para zanjar la cuestión. Había que proceder a medir las distancias. Ya
mostré anteriormente las muchas opiniones que ha habido al respecto (incluso
entre los historiadores) y la que me pareció más acertada. Pero ahora vamos a
ver paso a paso cómo se fueron enredando fatalmente las cosas.
(Imagen) Cuando Almagro obtuvo su
gobernación de Nueva Toledo, fueron nombrados varios funcionarios. Diremos algo
de dos de ellos. El vallisoletano JUAN DE TURÉGANO, nombrado veedor, se casó
dos veces, en ambos casos con mujeres de la alta sociedad española. La segunda,
María Abreo, estaba al servicio de las Infantas de Castilla, y cuidó de su hija
cuando su marido partió hacia Perú. Juan de Turégano fue uno de los afortunados
que sobrevivieron a todas las guerras civiles, pues consta que murió dos años
después de la última, la del rebelde Francisco Hernández de Girón. El otro en
cuestión, MANUEL DE ESPINAR, tuvo el cargo de tesorero de la gobernación de
Almagro. Ya dije algo de él, como el hecho de que Gonzalo Pizarro lo ahorcó
hacia 1548 por su lealtad a la Corona. En el documento de la imagen vemos que,
seis años después, el Rey da orden de que se le entreguen treinta ducados a
Francisco de Espinar, hijo del tesorero Manuel de Espinar, para ir a embarcarse
en Sevilla hacia Perú, por tenerse en cuenta que “su padre fue muerto en
nuestro servicio por Gonzalo Pizarro e sus secuaces”. Siguieron las atenciones
del Rey con la familia. A Francisco le concedió una pensión permanente de mil
pesos de oro anuales mientras permaneciera en Perú, y a cada una de sus dos
hermanas, como dote, otra de mil pesos (por una sola vez). Como contraste,
impresionan los documentos relativos a los muchos rebeldes que fueron
ejecutados, y a la requisa general de bienes que se les aplicó.
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