(223) Cieza detalla el sufrimiento, aún
más intenso, de la tropa que iba siguiendo a
Almagro: “Tenían mucha necesidad de bastimentos, y cuando entraron en la
nieve fue mayor su fatiga; los indios lloraban quejándose de que les habían
traído de sus tierras a morir entre las
nieves y los españoles se angustiaban viéndose en ellas; los indios, si
querían andar, no podían de flaqueza, y si paraban a descansar, quedaban
helados; también los caballos iban flacos y maltratados. Esforzábanse los unos
a los otros diciendo que presto llegarían al valle de Copayapo; comenzaron a se quedar muchos de
los indios e indias y algunos españoles y negros muertos; comían con hambre
unos limos que se crían entre lagunas; leña para hacer lumbre no había otra que
estiércol de ovejas y unas raíces que sacaban de la tierra. Las noches que durmieron en los puertos fueron
tan trabajosas, temerosas y espantables que les parecía estar todos en los
infiernos. El aire no aflojaba y era tan frío que les hacía perder el aliento.
Muriéronse treinta caballos, y muchos indios e indias y negros; arrimados a las
rocas, boqueando, se les salía el alma (antes
ha dicho que también murió algún español); además de esta desventura, había
tan grande y rabiosa hambre que muchos de los indios vivos comían a los
muertos; los caballos que habían quedado helados, de buena gana los comían los
españoles, mas si pararan a desollarlos, se verían como ellos; y así cuentan de
un negro que, yendo con un caballo de la mano, se detuvo al oír unas voces y
quedaron él y el caballo helados. Los españoles, afligidos y transfigurados,
marchaban encomendándose a Dios todopoderoso y a nuestra Señora, y cuando venía
la noche, armaban sus tiendas lo mejor que podían entre tanta nieve como sobre
ellos caía”.
Cuando dejaron atrás aquella pesadilla y
vieron a los indios que había mandado Almagro con provisiones, la felicidad fue
completa: “Al verse fuera de la montaña y de los grandes roquedos nevados, en
tierra tan alegre donde el sol daba con gran claridad, loaban a Dios por ello y
les parecía que aquel día habían nacido. Acrecentáronles el placer las
provisiones que los indios tenían de carne, maíz y otras cosas. Y como venían
tan ansiosos, metiéronse tanto en el comer, que muchos, por no poder digerirlo,
enfermaron criándoseles opilaciones (obstrucciones)
en los vientres, pero sanaron pronto”. En el valle de Copayapo, donde se juntaron por fin con Almagro, los indios
tenían un problema interno: “El señor natural de este valle era un mancebo
joven, y cuando murió su padre, dejó encomendada su tutela y la gobernación de
la tierra a un cacique principal pariente suyo, el cual usurpó el mando que no
le competía cuando el menor fue mayor de edad, y procuraba matarlo para tener
segura su traición. Algunos de los naturales que le fueron leales al mancebo lo
escondieron donde no pudo efectuar su propósito el tirano (se usaba también la palabra en sentido de ‘usurpador’). Al entrar
los españoles, les pidió favor y justicia. Almagro se informó de este caso,
supo que decía verdad el mozo desheredado, y
logró devolverle su señorío”.
(Imagen) Similitudes y diferencias:
tragedias en los Andes. Los españoles se lanzaron a una travesía incierta pero
amenazadora por las temibles nieves de las cumbres andinas. Las tropas pasaron
en tres tandas, a cual más terrorífica. Muchos murieron, sobre todo indios, las
congelaciones con pérdidas de miembros fueron frecuentes, el hambre resultó
insoportable y la angustia era continua porque no sabían cuánto tiempo duraría
la marcha. Morían caballos y se los comían. Morían indios y se los comían los
indios. En el código moral de los españoles era impensable la antropofagia.
Todos sabían que nadie les podía ayudar, aunque les daba fuerza una temblorosa
confianza en Dios. Detenerse era morir, y solo un caminar incesante, restando
tiempo al sueño, los podía salvar. El año 1972 ocurrió en los Andes la espeluznante
tragedia del equipo de rugby uruguayo que se estrelló con un avión. Murieron
veintinueve. Los supervivientes, lógicamente, confiaron en que los encontraran
pronto. Pero cometieron un error al oír por radio diez días después que se
había suspendido su búsqueda: siguieron esperando. No les quedó más remedio que
comer carne de los fallecidos para no morir. Hasta que, por fin, hubo tres que,
¡pasados ya dos meses!, tomaron la decisión correcta: se pusieron en marcha
decididos a lograr ayuda o perder la vida. Setenta y dos días después del
accidente se terminó aquella horrible pesadilla para los dieciséis que lograron
resistir.
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