(241) Igual que Inca Garcilaso, el
cronista Pedro Pizarro detalla la pesadilla del ataque mediante incendios, pero
sin llegar a decir tan abiertamente que se salvaron por un milagro divino:
“Pues juntando Manco Inca toda la gente (que se creyó y los indios dijeron que
fueron doscientos mil los que vinieron a poner este cerco), una mañana
empezaron a poner fuego por todas partes al Cuzco, y con este fuego fueron
ganando mucha parte del pueblo, haciendo palizadas y albarradas para que los
españoles no pudiésemos salir contra ellos. Nos recogimos en la plaza, a las casas que junto a ella estaban, porque
todo lo demás lo tenían los indios quemado. Y para quemar los aposentos donde
estábamos, los indios hacían un ardid, que era tomar unas piedras redondas y
echarlas en el fuego, y haciéndolas ascuas, las envolvían en algodón y las
tiraban con hondas a las casas, y así nos las quemaban, porque como eran de
paja, pronto se encendían”.
“Estando en esta confusión, acordó Hernando
Pizarro dividir en tres partes la gente de a caballo bajo el mando de tres
capitanes: su hermano Gonzalo Pizarro, Gabriel de Rojas y Hernando Ponce de
León. Mandó también que la gente de a pie, ayudada por los de a caballo (porque
la mayor parte era flaca y ruin), fuesen de noche a las órdenes de Pedro del
Barco (ya vimos que era de Trujillo y
volvió rico a su pueblo; enseguida le van a dar una gran pedrada los indios),
Diego Méndez y Villacastín a desbaratar, con los indios amigos que teníamos de
servicio, las empalizadas que los de Manco Inca hacían de día; también ayudaron
unos sesenta indios cañaris, pues eran muy enemigos de Manco Inca”.
A toro pasado, también dirá Pedro Pizarro
que “usó Nuestro Señor con nosotros de su misericordia para librarnos de tanta
gente”. Pero cuenta muy bien la manera en que los españoles decidieron salir a
la desesperada de aquella encerrona: “Estando así con harta congoja, pues eran
tantos los alaridos que daban los indios y las bocinas que tocaban que parecía
que temblaba la tierra, Hernando Pizarro y los capitanes se juntaban muchas
veces para tener acuerdo sobre lo que harían, y
ninguno de los acuerdos que se proponían era bueno, porque si saliéramos
del Cuzco, nos matarían a todos por el camino en los muchos malos pasos que
hay, y si nos recogiésemos en el cercado, nos tapiarían en él con adobes y
piedras, porque eran muchos los indios. Pero Hernando Pizarro nunca estuvo en
ese pensamiento, y les respondía que habíamos de morir sin desamparar el
Cuzco”.
En estas consultas, Hernando recurría
sobre todo a sus hermanos, a Gabriel de Rojas, al tesorero Riquelme y a
Hernando Ponce de León, a quien casi habíamos olvidado y nos lo volvemos a
encontrar; era el que, juntamente con su socio en la trata de esclavos, el gran
Hernando de Soto, decidió unirse a las tropas de Pizarro, llegando los dos
después con sus barcos a Perú.
Pedro Pizarro hace previamente referencia
a una fortaleza que había en el lugar: “El Cuzco está arrimado a una sierra por
la parte donde hay una fortaleza, y por esta parte bajaban los indios hasta unas casas que
están junto a la plaza, y desde aquí nos hacían mucho daño”.
(Imagen) PIZARRO contesta a una carta que
le envió el peculiar y valioso DON ALONSO ENRÍQUEZ DE GUZMÁN desde el asediado
Cuzco. Resumo el texto: “Magnífico señor: Cuando llegué a Lima, me dieron unas
cartas de Vuestra Merced y de mis hermanos, que me hacen saber cómo se ha
rebelado ese traidor Manco Inca. De lo que he recibido gran pesar por el
deservicio del Emperador, peligro de los que allá estáis y desasosiego mío a mi
vejez, aunque mucho me consuela que Vuestra Merced esté ahí. Mediante la
voluntad de Dios socorreremos a los de allá. Hecha a 4 de mayo de 1536.
Francisco Pizarro”. Luego Enríquez habla muy bien de Pizarro, a pesar de que no
‘tragaba’ a su hermano Hernando: “Fue este un caballero hijo de otro muy
honrado en Trujillo (evita mencionar su
condición de bastardo). Su madre fue de Sanlúcar de Alpechín (la actual Sanlúcar la Mayor; este origen de
la madre de Pizarro era desconocido por los cronistas). Vino a las Indias,
y trabajó tanto, que, aunque a su vejez, fue Adelantado y Gobernador de esta
próspera tierra. Pero ni las riquezas ni los favores del emperador le
ensoberbecieron para dejar de ser buen cristiano y muy buen compañero. Fue muy
amado de la gente que gobernó y muy temido de los que sojuzgó, porque era muy
afable y sin presunción, sin ceder en lo que tenía razón, y muy esforzado
contra los que conquistó”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario