(117) Siguiendo el consejo que le dieron, Pizarro decidió enviarle una
carta a Almagro sin tocar el espinoso tema, sino hablando únicamente del
apresamiento de Atahualpa y del gran botín que esperaban obtener, que sería
repartido entre todos. Fueron con el encargo Diego de Agüero y Pedro Sancho. El
primero era paisano de Pizarro y se lo trajo a Perú tras su vuelta de España; siempre fue tan fiel a su capitán que, tiempo después,
corrió a defenderlo del fatal ataque de los rebeldes, pero llegó tarde, y a
punto estuvo de que lo mataran a él también. Pedro Sancho era escribano y
secretario de Pizarro. Mandó, además, con ellos otras cartas para los más
notables acompañantes de Almagro, “alegres y muy graciosas (amables) para atraerlos a su amistad,
pidiéndoles que se enteraran de con qué intención venía el Mariscal (Almagro), para le avisar luego
rápidamente. También dicen que no faltaron otros tramadores que le avisaron a
Almagro que se guardase de Pizarro y mirase por sí, porque le quería matar y
quitarle la gente que traía. Andaban con estas cosas desasosegados los ánimos
de los compañeros, y Almagro tuvo noticia de la bellaquería de su secretario, y
como había escrito lo que él no tenía en el pensamiento, mandó llevarlo a los
navíos, donde le tomaron su confesión y conoció
la maldad, por lo cual Almagro mandó que
se confesase y lo ahorcó de la entena del navío. Hecho esto, anduvo Almagro
hasta Tumbes; halló a Pero Sancho y Diego de Agüero (los enviados de Pizarro), quienes escribieron a Pizarro que Almagro
no venía con el intento que se pensaba, sino con gran deseo de verlo y llevarle
socorro”.
Dicho lo cual, Cieza enlaza de nuevo con la situación de Cajamarca. Se
deja de zarandajas y, para que entendamos lo que pasó después, pone de relieve
cuál era una de las principales motivaciones de los españoles: “Como para pasar
a estas partes (las Indias) los españoles, haya sido tan importante
el oro y la plata, no hace falta explicar mucho la codicia y el ansia tan
grandes que para el dinero tenemos. Atahualpa no halló otro medio mejor para
verse libre, esperando que habría de mandar como antes de que entrasen los españoles,
que prometer parte de los grandes tesoros que tenía. Le dijo a Pizarro que
daría por su rescate diez mil tejuelos de oro y de plata, con cantidad de
joyas, que bastasen a henchir una casa larga que allí estaba, con tal de que lo
dejasen en libertad. Pizarro le habló sobre ello y le prometió, dándole la
palabra con la firmeza que Atahualpa pidió, dejarlo libre como cuando lo
prendió, si daba por su rescate tanto oro y plata como prometía”.
El
trato, pues, era firme, y Atahualpa se apresuró a cumplir su parte: “Alegre por
este concierto tan deseado, Atahualpa ordenó por todas partes que se recogiese
lo que bastase para cumplir lo prometido y se trajese a Cajamarca. Mandando,
además, que no tratasen de guerra ni de dar ningún enojo a los cristianos, sino
de servirlos y obedecerlos como a su misma persona. Y le habló a Pizarro diciendo que, para mayor brevedad, mandase ir
a Cuzco dos o tres cristianos que trajesen el tesoro del templo de Curicancha.
Contento de ello, Pizarro mandó a Pedro de Moguer, Zárate y Martín Bueno que
fuesen con los indios al Cuzco para traer el tesoro del templo; pusiéronse en
camino, llevándolos los indios en andas”.
(Imagen) No se puede considerar una salvajada que Almagro ahorcara a
Rodrigo Pérez por acusarle falsamente de traidor. Cualquier tiempo pasado fue
peor, y además, aquel ambiente militar exigía dureza. Veamos el ejemplo de
Magallanes. Él y sus hombres estaban en una situación desesperada, todo eran
calamidades insoportables y parecía ya imposible encontrar el paso al Pacífico.
Muchos de sus subordinados se le amotinaron porque no quería volver a España.
Quizá fuera lo más prudente, pero un verdadero líder tiene siempre algo de
suicida: se negó a tirar la toalla. La reacción de los rebeldes fue intentar matarlo.
Magallanes descubrió el plan y a los conjurados, y tras un duro enfrentamiento
armado, consiguió reducirlos. Ejecutó a varios cabecillas, pero asimismo,
después de haberlos condenado a muerte, perdonó sensatamente a otros cuarenta implicados, entre los que
estaba Juan Sebastián Elcano. Los caprichosos dioses decidieron que el
afortunado vasco se llevara la gloria de ser el primero en dar la vuelta al
mundo, como atestigua el monumento que le han dedicado en su pueblo natal,
Guetaria (PRIMUS CIRCUMDEDISTI ME).
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