(122) Llega por fin Hernando a Pachacama y
va directo al templo porque su sacerdote
principal (él lo llama obispo) le había prometido a Pizarro en Cajamarca que
encontrarían allí mucho oro: “Llegado a la mezquita, pregunté por el oro e
negáronmelo, que no lo había. Hízose alguna diligencia, e no se pudo hallar. Se
halló algún oro podrido que dejaron cuando escondieron lo demás. Se juntó
ochenta y cinco mil castellanos e tres mil marcos de plata”. Con sus maneras
radicales, Hernando profanó el templo: “Para entrar al primer patio de la
mezquita, los indios han de ayunar veinte días; para subir al patio de arriba,
donde suele estar el obispo, pidiendo al dios que les dé maíz e buen tiempo,
han de haber ayunado un año. Hay otros indios que, como mensajeros de los
caciques, entran en una camarilla y el diablo les dice de qué está enojado e
los sacrificios que han de hacer los caciques e los presentes que quiere que le
traigan. Yo creo que no hablan con el diablo, sino que aquellos servidores
suyos (del diablo) engañan a los
caciques por servirse de ellos; porque yo hice diligencia para saberlo (Hernando en acción) con uno de ellos,
del que me dijo un cacique que había dicho que le dijo el diablo que no tuviese
miedo de los caballos, porque espantaban y no hacían mal; hícele atormentar y
estuvo rebelde en su mala secta, que nunca de él se pudo saber nada más de que
realmente le tienen por dios (tormento al
canto y quizá hasta la muerte). Según parece, los indios no adoran a este
diablo por devoción, sino por temor. La cueva donde estaba el diablo era muy
oscura. Hice entrar dentro a todos los caciques de la comarca que me vinieron a
ver, para que perdiesen el miedo. Y a falta de predicador, les hice mi sermón
diciéndoles el engaño en que vivían”.
Como testigo de estos hechos, Miguel de Estete precisa algunos detalles
de lo que vio hacer a Hernando Pizarro en su búsqueda del oro del templo de
Pachacama: “Los pajes (sacerdotes)
del ídolo dijeron que darían el oro, pero trajeron muy poco y dijeron que no
había más. El capitán Pizarro dijo que quería ver aquel ídolo. La gente estaba
tan escandalizada y temerosa de haber entrado el capitán a verle que pensaban
que, partidos los cristianos, los había de destruir a todos. Se les dio a
entender el gran yerro en que estaban y que el que había dentro de aquel ídolo
era el diablo. El capitán mandó deshacer la bóveda donde el ídolo estaba y
quebrarle delante de todos, y les dio a entender muchas cosas de nuestra santa
fe católica. Vinieron a este pueblo los señores comarcanos con oro y plata,
maravillándose mucho de haberse atrevido el capitán a entrar donde el ídolo
estaba y haberle quebrandado”.
A Hernando Pizarro le daban informaciones contradictorias sobre dónde se
encontraba Caracuchima, el gran general de Atahualpa, que al parecer tenía
mucho oro. Siguió todas las pistas hasta encontrarse con él. Dice Estete: “Como
se cree de estos indios que pocas veces dicen verdad, el capitán determinó,
aunque fue gran trabajo y peligro, salir al camino real para ver si Caracuchima
había pasado por él, y si no fuese pasado, ir a verse con él doquiera que
estuviese, así por tomar el oro como por
deshacer el ejército que tenía y traerlo por bien, y si no quisiese, dar en él
y prenderlo (la eterna osadía)”.
(Imagen) Quizá llevemos en los genes la credulidad, pero vemos
claramente la simpleza de los pueblos primitivos. Hernando Pizarro, aunque como
cristiano de aquel tiempo también era muy supersticioso, al ver la influencia
que tenían los sacerdotes incas en el pueblo y dado su propio carácter
autoritario y orgulloso, entró en la zona prohibida del templo y destruyó los
ídolos, sin importarle que semejante profanación resultara un golpe brutal para
los indios. Lo mismo hizo Cortés varias veces, pero hubo dos diferencias:
abandonó pronto tan rigurosa actitud porque los frailes le convencieron de que
no conseguiría nada de esa manera, y tenía, además, fuertes motivos para
reaccionar con agresividad porque la religión azteca era mucho más sangrienta;
en varias ocasiones había oído los horribles tambores rituales mientras sus
compañeros eran sacrificados. Probablemente, Hernando Pizarro no se equivocaba
al sospechar que aquellos sacerdotes presumían con falsedad de adivinos para
conseguir dominar al pueblo, del mismo modo que las sibilas griegas siempre acertaban
utilizando la ambigüedad en sus ‘sibilinos’ oráculos. Fue, sin duda, un
magnífico capitán, pero también un pésimo diplomático.
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