(129) Semejante borrachera súbita de oro trajo sus consecuencias: “Como
entre tan pocos hubiese tantos dineros, andaban grandes juegos. Vendíanse las
cosas a precios muy excesivos, muchos estaban bien proveídos de las señoras (indias) principales y hermosas, para
tenerlas por mancebas: pecado grande que
los que mandaban lo habían de evitar, porque la principal causa por la
que los indios los aborrecieron fue por ver cuán en poco los tenían los
españoles y cómo usaban con sus mujeres e hijas sin ninguna vergüenza”. Otra
consecuencia de tanta abundancia de oro y escasez de bienes fue su devaluación
y la poca previsión de futuro. Escribe Xerez: “No dejaré de decir los precios
que se han pagado por las mercaderías, aunque algunos no lo creerán; puédolo
decir con verdad, pues lo vi y compré algunas cosas. El precio común de los
caballos era de dos mil quinientos pesos (más
de ocho kg de oro; cada peso, unos 4,5 gramos). Yo di por dos azumbres de
vino cuarenta pesos. Una cabeza de ajos, medio peso. Muchas cosas había que
decir de los crecidos precios a que se han vendido todas las cosas, y de lo
poco en que eran tenidos el oro y la plata. La cosa llegó a que, si uno debía a
otro algo, le daba un pedazo de oro a bulto, sin pesar. Y de casa en casa
andaban los que debían con un indio cargado de oro buscando a los acreedores
para pagar”.
El
comentario moralista de Cieza es implacable: “Dios ha hecho en los nuestros
castigo bien grande, y todos los más de estos principales han muerto
miserablemente, con muertes desastradas, que es de temer pensando en ello para
escarmentar en cabeza ajena”. No es que Cieza se olvide de que las futuras guerras
civiles se desencadenaron inicialmente por los conflictos entre Almagro y los
Pizarro, sino que, además, las atribuye principalmente a un castigo de Dios por
los abusos contra los indígenas. Evidentemente es una exageración providencialista,
pero reveladora de la confusión y del rigor moral que había en las conciencias
de los españoles, más dados al remordimiento y más marcados por la religión católica
que el resto de los europeos.
Es
de suponer que la angustia de Atahualpa fuera en aumento porque había cumplido
entregando el oro prometido y, sin embargo, no le daban la libertad. Cieza se
va a poner incondicionalmente de parte del infortunado emperador: “Atahualpa
estaba muy triste, aunque no lo daba a entender porque confiaba en la palabra
que le había dado Pizarro. Algunos de sus capitanes le pedían licencia para dar
guerra a los españoles, pero no lo consintió. Estaban entre los cristianos
muchos anaconas (criados indios)
sirviéndoles, los cuales se veían con fina ropa que no les era permitida sino a
los incas principales. Estos bellacos y los intérpretes daban mil noticias
falsas deseando que los españoles matasen a Atahualpa para seguir con su
desenvoltura, y daban gran rumor de que venían contra los cristianos grandes
escuadrones de guerra y que Caracuchima lo procuraba. Atahualpa procuraba
quitarles tal pensamiento a los españoles que le guardaban, pero no le creían.
Pizarro mostró gran enojo contra el inocente Caracuchima, y con parecer que le
dieron algunos, determinó mandarlo quemar, y afirman que, si no fuera por
Hernando Pizarro, que lo estorbó, le dieran cruel muerte de fuego (es curioso que en este caso el moderado
fuera Hernando). El pobre capitán se excusaba con palabras, diciendo que no
había promovido ningún alboroto”.
(Imagen)
Aquellos atormentados se enardecieron con el abrazo de la fortuna y con la
enorme riqueza súbita. Perdieron todo pudor y se entregaron al carnaval, como
en Sodoma y Gomorra, pero sin “el pecado nefando” porque eso podía costar la
vida. La imagen de los españoles quedó destrozada ante los indios que lo
contemplaron. El exagerado Cieza nos dice que Dios los castigó después haciendo
que muchos murieran de mala manera en las guerras civiles. Sin embargo fue solamente
una explosión temporal debida a tan largo calvario de sufrimientos y frustraciones.
Tras el tormentoso desenfreno, volvió la
sensatez, la dedicación a organizarse y la disciplina de la guerra para seguir
avanzando, porque eran, ante todo, hombres de acción y de conquista. Quedaba
mucho trabajo por hacer y no tardaron en salir de Cajamarca y partir hacia el objetivo
más importante: el Cuzco. Quien vemos en la imagen es Pizarro, pero podía haber
sido el Cid, y estas sus palabras (adaptadas de las que escribió el poco
reconocido Manuel Machado): “Una voz
inflexible grita: ¡En marcha! / El ciego sol, la sed y la fatiga. / Por la
terrible sierra peruana, / hacia el
Cuzco con los suyos / -polvo, sudor y hierro-, Pizarro avanza”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario