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Nadie como Cieza hace sentir la progresión del drama que acabará en tragedia: “Felipillo
le aseguraba a Pizarro que los indios decían la verdad, y que si mataba a
Atahualpa, luego cesaría todo. Con estas cosas,
andaban los cristianos turbados, y el preso Atahualpa hacía grandes
exclamaciones de no ser verdad y decía que, después de haberlos hecho ricos,
andaban buscándole la muerte. Los más de los españoles no deseaban su muerte,
pero oyendo estas cosas, daban unos por voto que muriese y otros decían que lo
enviasen a España adonde el emperador. Todos afirman que los oficiales del rey,
o su mayoría, daban voces a Pizarro para que matase a Atahualpa sin más
aguardar. Llegó otra noticia falsa de que la gente de guerra estaba cerca de
Cajamarca. Hubo algunos votos para que muriese Atahualpa, creyendo que, si
muriese, no tendrían valor para atacar. Otros decían con grandes voces que
estaría mal hecho. Los oficiales, especialmente Riquelme, insistían en que se
le ajusticiase. El pobre Atahualpa estaba turbado con lo que le contaban; sabía
por sus indios que todo era mentira; pesábale que se hubiera ido Hernando
Pizarro; quería convencer a los españoles, pero no era creído por ser su
enemigo el traidor Felipillo (que
falseaba la traducción). El gobernador determinose a le matar”. No se
olvida Cieza de que Hernando de Soto había sido enviado por Pizarro con la
misión de comprobar si el intento de ataque era real. Dice que “partió con
voluntad de ver lo que había de cierto y con gran deseo de que fuese mentira,
para que Atahualpa no muriese”.
También toca Cieza la posible responsabilidad de Almagro, pero la pone
en duda porque oyó distintas versiones: “De algunos tengo oído que Almagro fue
parte en que Atahualpa muriese aconsejando al gobernador que lo hiciese; pero
otros lo negaron, especialmente el beneficiado Morales, clérigo que se halló
allí y enterró a Atahualpa, el cual dijo que
Almagro no lo procuró, sino que habló a Pizarro diciéndole: ‘¿Por qué
queréis matar a este indio?’, y que le respondió: ‘¿Queréis que vengan sobre
nosotros y nos maten?’. Y que Almagro dijo, llorando por Atahualpa, pesándole
de su muerte: ‘¡Oh, quién no te hubiera conocido!’. Felipillo de nuevo daba
voces de que venía la gente por muchas partes, y tanto alboroto hubo sobre
esto, que sin aguardar a que Soto volviese, se hizo proceso contra Atahualpa.
Los testigos eran indios; el intérprete que los desanimaba era Felipillo. Ved
la vida de Atahualpa cómo andaba: no tuvo defensa ni él fue creído, ni se hizo
más que ver la información. Se dice que fue llevada a fray Vicente para que la
viese y que dijo que era suficiente para ajusticiarle y que lo firmaría de su
nombre. Dicen que Riquelme, con gran inquietud, no veía la hora de verle
muerto. El gobernador sentenció en este proceso que Atahualpa fuese quemado.
Cuando supo la sentencia Atahualpa, quejábase de la poca verdad que le
guardaron los que le prendieron; decía muchas lástimas que daban gran piedad a
los que le oían, por su juventud; hablaba de por qué lo mataban habiéndoles
dado tanto y no haciéndoles mal ninguno. Quejábase de Pizarro, y con razón”.
(Imagen) La burocracia imperial llegaba a todas partes. Y también los
controles. Por eso se guardaban escrupulosamente las formas hasta en el último
rincón de las Indias y en cualquier situación, por extrema que fuese. Sirva de
ejemplo el desquiciado Lope de Aguirre. Hizo una carnicería entre los
aterrorizados españoles mientras bajaba por el Amazonas. Mató a Pedro de Ursúa,
que iba al frente de la expedición. Mató a quien puso en su lugar, Fernando de
Guzmán. Liquidaba a los que ‘le miraban’ mal. Y se rebeló contra Felipe II.
Pero, eso sí: hacía que el escribano redactara documentos y que fueran firmados
por todos los presentes, algunos con gusto, y los demás por puro espanto. Por
esa misma razón, Pizarro tuvo que ser muy protocolario en el ‘problema’
Atahualpa. Todo se precipitó apasionadamente entre los partidarios y los
contrarios a su ejecución. Pizarro, casi con seguridad, la vería necesaria para
la supervivencia de los españoles y la tendría decidida en su mente. Pero había
que guardar las formas legales. Se le hizo a Atahualpa un proceso rápido y sin
posibilidad de defensa, del que resultó una condena que estaría decidida de
antemano: pena de muerte.
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