(128) Aunque hay opiniones diferentes sobre el
número de los que apresaron a Atahualpa
en Cajamarca, se puede asegurar que eran ciento setenta porque Cieza escribe el
nombre de todos ellos tal y como los copió en Lima directamente del documento
del reparto del tesoro. El texto es de gran valor por todo lo que se puede
deducir de él. No menciona a Diego de Almagro ni a los que vinieron con él
porque no entraron en este reparto, y ya se había separado una cantidad para
ellos, por supuesto mucho menor. Como dice Cieza, estos ciento setenta habían
logrado por sus méritos la categoría (que siempre disfrutaron en vida ante la
comunidad española) de “primeros conquistadores del Perú”. Figuran en primer
lugar los de a caballo (sesenta y uno), y todo indica que sus nombres fueron
escritos por orden de importancia, al menos entre los primeros de la lista. Siguen
los de a pie. En el documento, del que da fe “Pero Sancho, teniente de escribano
general en estos reinos (Perú) en
nombre del secretario real Juan de Sámano (por
cierto, pariente de Sancho Ortiz de Matienzo)”, se hace constar que “el
Gobernador don Francisco Pizarro fue mandado por Su Majestad que todos los
provechos que en la tierra se hubieren los dé y reparta, entre los
conquistadores que los hubiesen ganado, como a él le pareciere que cada uno
merezca por su trabajo y persona”.
Primero se repartió la plata, que fue mucha, y después el oro, que, por
ser lo más valioso, lo voy a cuantificar. Dice Cieza: “Bien pudiera señalar lo
que cada uno hubo de parte, mas no quiero, por algunas consideraciones que miré
(se ve que no le gustaron algunos privilegios),
mas pondré lo que todos juntos llevaron, sin que haya un real más ni menos.
Después de hacer la fundición del oro, descontando lo que se hurtó, que fue
mucho, y los cien mil ducados que se sacaron para la gente de Almagro (más la quinta parte que le correspondía a la
Corona), se repartió lo demás entre el gobernador y sus compañeros, tomando
él las partes de gobernador y capitán general, y los capitanes y personas
señaladas lo suyo, y los demás conforme habían trabajado. Afirmo por cierto que
se repartieron entre estos un millón trescientos veintiséis mil quinientos
treinta y nueve pesos (¡unos 5.200 kilos
de oro!). Y echaban la ley a este oro como cosa de burla, porque a mucho
que tenía catorce quilates le daban siete. Esta ceguedad fue causa de que muchos
mercaderes enriquecieron grandemente con solo mercar oro y plata. Y si los españoles no mataran tan
pronto a Atahualpa, fuera esta la décima parte de lo que se recogiera, porque
no vino nada de los tesoros del Cuzco, Bilcas, Quito, Tomebamba y Carangue.
Repartir tan pronto el tesoro fue causa de tener los españoles envidia unos de
otros”. Luego Cieza hace una reflexión moral, pero, por esta vez, la zanja con
sincero realismo (y me cuesta creer que en otro país europeo se lo hubieran
planteado): “Como le mataron con tan poca justicia a Atahualpa, habiendo
primero quitádole su hacienda, muchas veces he oído discutir a grandes teólogos
sobre si lo que el rey y los españoles se llevaron fue bien habido, o no en
conciencia. No es materia para que yo trate de ella; que lo pregunten y sepan
los que lo hubieron, que yo, si me tocara parte, lo mismo hiciera (lo deja claro: como todos los demás)”.
(Imagen) A algunos les toca
el premio gordo y los trastorna. Parece ser que fue el caso de bastantes de aquellos
170 héroes que derrotaron a Atahualpa. Pero otros supieron administrar
sabiamente su espléndido botín; como Juan Pizarro de Orellana (ya vimos ayer
que estaba en la lista). Era primo de los Pizarro y pariente del gran Francisco
de Orellana (el primero que recorrió todo el curso del Amazonas). Pedro llegó a
ser regidor del Cuzco, pero volvió a su localidad natal, Trujillo, compró una
casa fortificada y, puesto que ya no había batallas feudales, la convirtió en
un palacio renacentista. Su pasión y nostalgia por el Perú, así como un
generoso interés por mejorar la vida de sus vecinos jóvenes, le animaron a instalar
en ella una oficina para enrolar en aquella campaña a nuevos soñadores, a los
que les financiaba el viaje. Años después, en un caprichoso cruce histórico, el
genial Cervantes se alojó en este palacio cuando, cumpliendo una promesa a la
Virgen, iba de paso hacia Guadalupe a depositar a sus pies las cadenas que lo
mantuvieron preso de los turcos en Argel. Dejó constancia de su paso por
Trujillo en su novela «Los trabajos de Persiles y Sigismunda», dando las
gracias a la familia Pizarro por la buena acogida que le dispensaron en su
casa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario