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Acto seguido, habla Cieza de la terrible situación del derrotado Huáscar:
“Había entrado en Cuzco el general de Atahualpa Quizquiz, donde hizo en los
partidarios de Huáscar grandes crueldades; mató treinta hermanos suyos. Venían
entonces con el rey Huáscar preso, acercándose a Cajamarca y sabiendo que
Atahualpa estaba preso. Los que le traían le mandaron mensajeros para que
supiese cuán cerca estaban y dijera lo que mandaba que hiciesen con Huáscar
porque mostraba en extremo grado desear verse en poder de los cristianos. Tras
hablarle el mensajero, Atahualpa, como era tan prudente y mañoso, pensó que no
le convenía que su hermano viniese, porque los cristianos le tendrían en más
que a él por ser Huáscar el señor legítimo; mas no se atrevía a mandar que lo
mataran por miedo a Pizarro, que muchas veces le había preguntado por él”. En
esa incertidumbre, Atahualpa, ensayó una mentira para ver si Pizarro se tomaría
con calma la muerte de Huáscar. Le dijo, fingiendo gran pesar, que lo habían matado
los que le traían preso: “Pizarro, creyendo que decía la verdad (y, cosa rara, pecando de ingenuo), lo
consoló, diciendo que no recibiese pena, porque la guerra traía consigo
semejantes reveses. No deseaba Atahualpa oír otra cosa. Como Pizarro no dijo
sino lo que él pretendía, mandó al mismo mensajero que volviese a toda furia a
se encontrar con los que traían a Huáscar y les dijese que luego, sin más
pensar, lo matasen y echasen donde no apareciese señal de él. En el propio río
de Andamarca lo ahogaron y lo echaron por él abajo, sin darle sepultura, cosa
lamentable para aquellas gentes, que tienen por condenados a los ahogados, y
estiman que les hagan sepulturas magníficas, poniendo dentro sus tesoros y
mujeres para que los vayan a servir donde el ánima va: ceguedad de ellos.
Algunos de los que eran de la familia de Huáscar se mataron ellos mismos para
le tener compañía. Y el que lo mandó matar vivió poco, como diremos, usando con
él los cristianos de la crueldad que usó con Huáscar”.
Nos cuenta ahora Cieza lo que hicieron los tres ‘suicidas’ (Pedro de
Moguer, Zárate y Martín Bueno) que, enviados por Pizarro, se adentraron en lo
más profundo del temible imperio Inca para llegar hasta la gran capital, Cuzco,
y arramblar con todos los tesoros que pudieran traerse de vuelta. De camino,
eran admirados y respetados por todos los pueblos que atravesaban, ya que la
hazaña de Cajamarca les parecía a los indios que era propia de seres
semidivinos: “Llegó a Cuzco noticia de que iban y a qué. Mandaban la ciudad los
de la parte de Atahualpa; por entonces no sabían que Huáscar estaba muerto, de
quien había muchos partidarios en secreto que recibieron gran placer porque
esperaban ser vengados de Atahualpa por manos de los españoles”. Los recibieron
con toda solemnidad en el Cuzco, y los tres ‘zafios’ no estuvieron a la altura
de las circunstancias, ni fueron capaces de
mantener impoluta la imagen preconcebida de los indios, con riesgo de
que les costara caro.
Unos
datos sobre los tres ‘juerguistas’, heroicos pero impresentables: Pedro de
Moguer se avecindó en el Cuzco y lo mataron los indios en 1536; Pedro Zárate
era vasco y sastre de profesión; Martín Bueno, nacido como su paisano Pedro en Moguer
(Huelva), había llegado con los hombres de Belalcázar y volvió pronto a su
tierra, pero perdió gran parte de su botín en una confiscación general de oro
que hizo Carlos V (también los ‘conquistadores’ fueron frecuentemente
explotados).
(Imagen) La idea del ‘buen salvaje’ no fue cosa de Rousseau, sino de
Colón, que llegó a creer que era en las tierras descubiertas donde había estado
el Paraíso. Pronto se dio cuenta de que los nativos no eran precisamente angelicales.
Nuestros instintos son los mismos en todos los lugares y lo que nos ha hecho
más humanos ha sido la cultura. Los imperios de las Indias eran sumamente
crueles, aunque había grados. Los incas no llegaban, ni de lejos, al entusiasmo
por los sacrificios humanos de los aztecas, cuyos niños jugaban cubriéndose con
la piel desollada de las víctimas propiciatorias. Tanto la imagen de Moctezuma
como la de Atahualpa, cuando estuvieron presos, resultaban amables, y los
españoles los trataban con afecto. Pero tenían que saber que, si recuperaran su
poder, los habrían eliminado a ellos al instante y con gran crueldad. Así fue
como Atahualpa, no satisfecho con la masacre que sus capitanes habían llevado a
cabo con toda la familia de su hermano Huáscar, les ordenó desde la cárcel que
su rival también fuera ejecutado y de manera infamante.
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