(52) Está claro que Cieza le da el
nombramiento de ‘don’ al intérprete
indio Martín a toro pasado, porque, durante muchos años fue, simplemente,
Martinillo, hasta que se ganó con creces el don por el gran servicio que hizo
siempre a los españoles (como ya expliqué). El indio Felipillo (llamado también
con el diminutivo paternalista que se solía usar para los nativos colaboradores
y bautizados) resultó muy útil en las futuras campañas peruanas, aunque, como
veremos más tarde, le costó cara su tendencia al enredo y la traición.
El atractivo rusoniano de lo exótico debía
de ser muy poderoso, porque dos hombres de a bordo pidieron permiso para
quedarse con los indios (al parecer,
hasta que volvieran los españoles), el marinero Ginés en ese mismo puerto, y
uno de los 13 de la fama, el reincidente soñador Alonso de Molina, en cuanto
llegaran a Tumbes. Pizarro seguía en plan tolerante, y se lo concedió. Era un beatífico
viaje sin luchas, pero el gran capitán no perdía la oportunidad de escenificar
actos de dominio. En Cabo Blanco, saltó a tierra y dijo en presencia de los que
iban con él: “Sedme testigos de cómo tomo posesión de esta tierra, y de todo lo
demás que se ha descubierto por nosotros, por el emperador nuestro señor y por
la corona real de Castilla”. La siguiente arribada fue ya a Tumbes, la gran población,
y el recibimiento, como era de esperar, estuvo lleno de cordialidad. “Pizarro
les dijo a los principales que quería dejarles un cristiano para que le
mostrasen su lengua. Holgáronse en extremo en lo saber, y así Alonso de Molina
con su hato se quedó en Tumbes”. Cieza explica luego las versiones que se
dieron sobre el final de los tres españoles que convivieron con los indios. No
lo precisa, pero, además de Molina y Ginés, recordemos que el tercero era
Bocanegra: “De estos cristianos, dicen unos que se juntaron a cabo de algunos
días todos tres, y que llevando a Quito al rey Huayna Cápac a dos de ellos,
supieron que había muerto (Huayna) y
los mataron a ellos. Otros dicen que fueron viciosos en mujeres y que los
aborrecieron tanto, que los mataron. Lo que yo creo más cierto, y que he oído,
es que juntos salieron con los de Tumbes a la guerra que tenían con los de
Puná, donde, después de haber los tres cristianos peleado mucho, fueron
vencidos los de Tumbes y los enemigos los alcanzaron y los mataron”.
Siguieron navegando como si fuera un
crucero de vacaciones. Los seis meses de plazo que el gobernador les había dado
para descubrir más tierras estaban resultando ciertamente un oasis de
felicidad: experiencias placenteras, alimentación abundante, indios
encantadores, numerosos datos de todo tipo, geográficos y culturales,
confirmando, además, la existencia del gran imperio inca, buen clima, ninguna
enfermedad… Casi, casi, una deshonra a los ojos de cualquier conquistador de
Indias que se preciara: como un ‘borrón’ en la atormentada vida de Pizarro. Al
llegar al cabo al que le habían puesto el nombre de Sata Elena, subieron al
navío los principales del poblado con muchos regalos por el buen recuerdo que
de los españoles les había quedado en su viaje de ida.
(Imagen) El pobre Alonso de Molina tuvo que quedar
prendado del mundo indígena, porque, tras una prueba, decidió vivir con los
nativos. Como poco más sabemos de él, hablemos de Francisco de los Cobos y
Molina, quizá pariente suyo y al que tuvo que conocer porque los dos eran de
Úbeda (Jaén). Fue un trepa de cuidado que había ya hipnotizado a Carlos V
cuando este tenía solo 20 años; lo nombró su secretario, fueron juntos a
Flandes, y de ahí le vendría el esnobismo que muestra en el cuadro: ni siquiera
parece español. El rey, con mal estilo, le regaló un cañoncito de oro y plata
que había recibido como presente de Cortés, a quien Cobos ninguneó fundiéndolo,
al tiempo que lo convertía en valioso metal.
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