(41) Pizarro llegó a echarle en cara a
Almagro que lo que quería era ir y venir en el barco sin pasar las necesidades
de los que se quedaran, y surgió el segundo roce entre los dos: “Almagro
respondió que él quedaría con la gente de buena gana y que fuese él a Panamá
por el socorro, y dicen también que sobre esto hubo palabras mayores, tanto que
la amistad y hermandad se volvió en rencor, y que echaron mano a las espadas
con voluntad de se herir, mas, poniéndose en medio el piloto Bartolomé Ruiz y
Nicolás de Ribera y otros, los apartaron, e interviniendo entre ellos, los
tornaron a conformar, y se abrazaron olvidando la pasión; dijo el capitán que
quedaría con la gente donde fuese mejor y que Almagro volviese a Panamá por
socorro”. El enfrentamiento revela que los dos socios estaban, cada uno a su
manera y por distintos y justificados motivos, al borde de la desesperación,
aunque ciertamente Pizarro llevaba a cuestas la mayor cruz, pero fue un afortunado
acierto que no retornasen todos a Panamá, porque supondría el final de aquella
desmesurada aventura.
Una cosa era opinar y votar, y, otra,
decidir, competencia exclusiva del jefe de la expedición. Por orden de Pizarro,
partió Almagro con algunos hombres hacia Panamá y los demás buscaron un lugar
apropiado para aguantar la espera con la mayor seguridad posible. Retrocediendo,
se refugiaron en la ya conocida Isla del Gallo, pero el malestar de la tropa (ochenta
y tantos hombres, según Cieza, el total de los que quedaban tras la larga lista
de muertos) era casi unánime en su deseo de huir de aquel espanto. La situación
hacía temer un motín general: “Todos los más hablaban mal de Pizarro; decían
que los tenía cautivos. Al cabo de un mes, ordenó que el otro navío fuese
también a Panamá para ser reparado”. Pizarro procuró que nadie enviara cartas
de queja, pero se coló alguna con protestas que luego influyeron negativamente
en el ánimo del gobernador. Incluso hubo un ‘literato’ que consiguió remitir un
papel escrito con esta demoledora estrofa: “¡Ah, señor gobernador: miradlo bien
por entero, allá va el recogedor y acá queda el carnicero!”.
Pizarro (carnicero también para sí mismo)
se preparó para lo peor: la angustiosa y larga espera (duró unos cinco meses)
sufriendo también él, como los demás, lo indecible. El deterioro fue
progresivo. Cieza, que había padecido situaciones semejantes en otras
expediciones, lo explica: “Los naturales cargaban contra los tristes hombres;
muchos andaban ya desnudos, sin tener con qué se cubrir, y como anduviesen
mojados por entre aquellos malos caminos, murieron parte de ellos porque,
además de las penalidades, morían ya de hambre. Y con razón se dijo ‘la muerte
es el fin de todos los males’; en algunos tiempos he pasado yo tal vida en
semejantes descubrimientos, y la he deseado”. Para poder subsistir,
construyeron un pequeño barco que les permitía salir de la isla y buscar
alimentos.
Imagen: Como los boxeadores groguis que
están contra las cuerdas bajo una lluvia de golpes incesantes, indefensos y
esperando que suene la campana salvadora, así sufrían la hambruna y aguardaban
la vuelta de Almagro con refuerzos aquellos desventurados, mientras un solo
hombre, Pizarro, procuraba que una débil llama de esperanza los sostuviera en
pie. Da la impresión de que, más que escucharle, lo odiaban por no permitirles
abandonar aquel tenebroso callejón sin salida. Todo sucedía en la isla del
Gallo, deshabitada y pequeña, ideal para defenderse y para impedir los
abandonos. Iba a ser allí donde, poco después, tomara Pizarro una de las
decisiones más heroicas de la campaña del Perú, y compartida, además, no por
una tropa forzada, sino por trece voluntarios, los únicos que estuvieron
dispuestos a triunfar o morir al lado de su líder.
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