viernes, 4 de agosto de 2017

(Día 451) Pizarro y Almagro se enfrentan violentamente. Hecha la paz, Almagro se dirige a Panamá. Pizarro se queda aguardando su vuelta en la isla del Gallo; la tropa se desespera por el hambre y los sufrimientos.

     (41) Pizarro llegó a echarle en cara a Almagro que lo que quería era ir y venir en el barco sin pasar las necesidades de los que se quedaran, y surgió el segundo roce entre los dos: “Almagro respondió que él quedaría con la gente de buena gana y que fuese él a Panamá por el socorro, y dicen también que sobre esto hubo palabras mayores, tanto que la amistad y hermandad se volvió en rencor, y que echaron mano a las espadas con voluntad de se herir, mas, poniéndose en medio el piloto Bartolomé Ruiz y Nicolás de Ribera y otros, los apartaron, e interviniendo entre ellos, los tornaron a conformar, y se abrazaron olvidando la pasión; dijo el capitán que quedaría con la gente donde fuese mejor y que Almagro volviese a Panamá por socorro”. El enfrentamiento revela que los dos socios estaban, cada uno a su manera y por distintos y justificados motivos, al borde de la desesperación, aunque ciertamente Pizarro llevaba a cuestas la mayor cruz, pero fue un afortunado acierto que no retornasen todos a Panamá, porque supondría el final de aquella desmesurada aventura.
     Una cosa era opinar y votar, y, otra, decidir, competencia exclusiva del jefe de la expedición. Por orden de Pizarro, partió Almagro con algunos hombres hacia Panamá y los demás buscaron un lugar apropiado para aguantar la espera con la mayor seguridad posible. Retrocediendo, se refugiaron en la ya conocida Isla del Gallo, pero el malestar de la tropa (ochenta y tantos hombres, según Cieza, el total de los que quedaban tras la larga lista de muertos) era casi unánime en su deseo de huir de aquel espanto. La situación hacía temer un motín general: “Todos los más hablaban mal de Pizarro; decían que los tenía cautivos. Al cabo de un mes, ordenó que el otro navío fuese también a Panamá para ser reparado”. Pizarro procuró que nadie enviara cartas de queja, pero se coló alguna con protestas que luego influyeron negativamente en el ánimo del gobernador. Incluso hubo un ‘literato’ que consiguió remitir un papel escrito con esta demoledora estrofa: “¡Ah, señor gobernador: miradlo bien por entero, allá va el recogedor y acá queda el carnicero!”.
    Pizarro (carnicero también para sí mismo) se preparó para lo peor: la angustiosa y larga espera (duró unos cinco meses) sufriendo también él, como los demás, lo indecible. El deterioro fue progresivo. Cieza, que había padecido situaciones semejantes en otras expediciones, lo explica: “Los naturales cargaban contra los tristes hombres; muchos andaban ya desnudos, sin tener con qué se cubrir, y como anduviesen mojados por entre aquellos malos caminos, murieron parte de ellos porque, además de las penalidades, morían ya de hambre. Y con razón se dijo ‘la muerte es el fin de todos los males’; en algunos tiempos he pasado yo tal vida en semejantes descubrimientos, y la he deseado”. Para poder subsistir, construyeron un pequeño barco que les permitía salir de la isla y buscar alimentos.


     Imagen: Como los boxeadores groguis que están contra las cuerdas bajo una lluvia de golpes incesantes, indefensos y esperando que suene la campana salvadora, así sufrían la hambruna y aguardaban la vuelta de Almagro con refuerzos aquellos desventurados, mientras un solo hombre, Pizarro, procuraba que una débil llama de esperanza los sostuviera en pie. Da la impresión de que, más que escucharle, lo odiaban por no permitirles abandonar aquel tenebroso callejón sin salida. Todo sucedía en la isla del Gallo, deshabitada y pequeña, ideal para defenderse y para impedir los abandonos. Iba a ser allí donde, poco después, tomara Pizarro una de las decisiones más heroicas de la campaña del Perú, y compartida, además, no por una tropa forzada, sino por trece voluntarios, los únicos que estuvieron dispuestos a triunfar o morir al lado de su líder.


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