(48) Al llegar al navío, Molina contó
maravillas de Tumbes. “Dijo que las casas eran de piedra y que, antes de que
hablase con el cacique, pasó por tres puertas con porteros que las guardaban, y
que se servían con vasos de plata y oro. Pizarro dio mucha gracias a Dios, y se
quejó mucho de los españoles que se volvieron”. Lo decía en el sentido de que,
si hubiera podido contar con ellos, habría sido posible ir directamente a la
conquista de los incas. Pero Cieza hace una reflexión acertada: “Y se engañaba,
porque si fuera con ellos y procurara
dar la guerra, los matarían, porque Huayna Cápac estaba vivo y los incas no
tenían las diferencias que después, cuando volvió, hallaron (de hecho, no tardó
mucho en morir el gran emperador)”. Añade algo que ya resulta demasiado
angelical (aunque le honra): “Si con buenas palabras quisieran convertir a las
gentes, que se hallaban tan pacíficas, no necesitarían a los que se marcharon,
pues bastaban los que con él estaban; mas las cosas de las Indias son juicios
de Dios salidos de su profunda sabiduría, y Él sabe por qué ha permitido lo que
ha pasado”. Es llamativo que Cieza, con larga experiencia en las continuas
batallas de las Indias, terminara defendiendo un grado de pacifismo imposible.
El caso es que rechaza la guerra, pero insiste en que la acepta como un
misterio divino: “Dios fue servido de que, mientras Huayna Cápac reinó, no
entrasen en su tierra los españoles, y que ellos estuviesen en Panamá hasta que
murió. Y las Escrituras son para que los hombres entiendan los acaecimientos, y
consideren cómo ordena Dios las cosas y se hace lo que ellos no piensan”.
A Pizarro le pareció que Molina estaba
exagerando la importancia de Tumbes y, para quitarse las dudas, decidió enviar
a otro ‘observador’. Escogió al griego Pedro de Candía, quien, aunque
pecaba de ‘fantasmón’, era un hombre de mundo y muy perspicaz. Se fue solo (se
supone que con un intérprete), sacando pecho y con un arcabuz. Los nativos lo
llevaron ante el cacique, que estaba acompañado de sus notables: “Se asombraron
de ver a Candía tan dispuesto y rogáronle que usara el arcabuz porque ya lo había
hecho en el navío en presencia de algunos indios. Por les hacer placer, puso la
mecha, y acertando en un tablón grueso que allí estaba, lo pasó como si fuera
un melón. Muchos de los indios cayeron en tierra y otros dieron un grito;
juzgaban por muy valiente al cristiano por su disposición y por soltar aquellos
tiros. Luego diéronle de comer
cumplidamente y le preguntaron mucha cosas. Las mamaconas, que son las
vírgenes sagradas, le quisieron ver, el cacique mandó que se lo llevaran, y
holgaron en extremo con ver a Candía; hacían labores de lana y fina ropa, y
estaban al servicio del templo; las más eran hermosas, y todas muy amorosas (usado entonces en el sentido de ‘amables’).
Cuando Candía volvió a la nao, le contó a Pizarro tantas cosas que, en comparación,
no era nada lo que había dicho Alonso de Molina; porque dijo que vio cántaros
de plata y estar labrando a muchos plateros, y que por algunas paredes del
templo había planchas de oro y plata, y que las mujeres que llamaban ‘del Sol’
eran muy hermosas. Locos estaban de placer los españoles en oír tantas cosas, y
esperaban en Dios gozar su parte de ello”.
(Imagen) Es posible que el buen
recibimiento que tuvieron Pizarro y los ‘trece de la fama’ allá adonde llegaban
se debiera a que no suponían una amenaza por ser tan pocos y a que, con buen
criterio, los españoles se limitaron a observar diplomáticamente y con buenas
maneras. Pero también a que Huayna Cápac aún vivía (murió poco después) y su
imperio estaba en paz porque no había estallado la terrible guerra civil entre
sus hijos. Con su llegada a Tumbes, Pizarro ya sobrepasó lo descubierto por el
piloto Bartolomé Ruiz, pero no recaló en la isla Puná; eso quedó para el
siguiente viaje (nada pacífico), y en ambos sitios iban a tener muy duros enfrentamientos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario