(51) En la mañana del día siguiente
llegaron las balsas de los indios y descendieron del barco todos los españoles,
menos los marineros. La cacica y sus notables
los esperaban. Lo dicho, una película hawaiana: los recibieron junto a
la playa con ramos verdes y espigas de maíz, les ofrecieron asiento en un
amplio espacio cubierto de ramas y comida abundante con los más diversos manjares, y después, se
supone que al ritmo de las olas y con una brisa suave, “por hacer más fiesta al
capitán, los principales indios que allí estaban, con sus mujeres, bailaron y
cantaron según su costumbre; el capitán estaba muy alegre por ver que eran tan
entendidos y domésticos; deseaba verse en Panamá para procurar la vuelta con
gente bastante para sojuzgarlos y procurar su conversión”. Creo que, en este
caso, Cieza no ve contradicción en las intenciones de Pizarro, sino que
considera buenas las dos con tal de que se eviten los métodos brutales.
Antes de partir, Pizarro les soltó a los
indios el sermón que sabía de carrerilla: el ‘Requerimiento’. Les insistió en
que sus dioses eran falsos y sus ritos inútiles, y les dijo que volverían con sacerdotes que
les explicaran la doctrina verdadera, y que entonces tomarían posesión de
aquellas tierras en nombre del emperador; “les pidió que, en señal de
obediencia, levantaran una bandera que les puso en las manos, y la alzaron tres
veces riéndose, teniendo por burla todo lo que les había dicho, porque ellos no
creían que en el mundo hubiese otro señor tan grande y poderoso como Huayna
Cápac”. Terminadas las despedidas, los españoles se embarcaron y nuestro
‘Romeo’ se descontroló: “Halcón, cuando vio que se apartaba de la cacica, fue a
rogarle a Pizarro que lo dejasen en aquella tierra entre los indios. Pero no quiso porque era de poco juicio y para que
no los alterase, lo cual sintió tanto Halcón, que luego perdió el seso y se
tornó loco, diciendo a grandes voces: ‘Xora, xora, bellacos, que esta tierra es
mía y de mi hermano el rey y me la tenéis usurpada’, y con una espada quebrada
fue para ellos. El piloto, Bartolomé Ruiz le dio con un remo un golpe, de que
cayó en el suelo, y metióronlo debajo de cubierta, echándole una cadena”.
En ese camino de vuelta llegaron a otro
puerto (Cieza no lo nombra pero estaban todavía cerca de Tumbes). Lo que
ocurrió fue un calco del ‘show’ de Santa Cruz: fraternal recibimiento, regalos mutuos, el inevitable ‘rollo’ del requerimiento
después de levantar tres veces los indios la bandera española, y risas
generales cuando Pizarro les hablaba de un rey mucho más poderoso que Huayna
Cápac. “Cuando iban a volver al navío, Pizarro rogó a los principales que le
diesen unos muchachos para que aprendiesen la lengua y supiesen hablarla cuando
volviesen. Diéronle un muchacho a quien llamaron Felipillo y otro a quien
pusieron don Martín”. Cieza, en esta ocasión, resulta algo confuso. En
realidad, ya estaban esos dos nativos con los españoles desde que Bartolomé
Ruiz apresó a varios indios de Tumbes antes de que se quedaran los 13 de la
fama en la isla del Gallo. Lo que ocurrió parece ser, más bien, que Pizarro les
rogó a los principales que le permitieran seguir llevando en su compañía a los
dos muchachos.
(Imagen) Hubo famosos intérpretes indios,
varios muy leales y otros enredadores, envenenando con sus chismes. Vivían
cuidadosamente tratados, por ser indispensables. Rizando el rizo de la perfección,
algunos fueron enviados a España para mejorar su castellano. Pero el caso más excepcional y positivo, fue el de
Doña Marina (la Malinche), hija de un cacique maya que la entregó a unos indios de lengua náhuatl, quienes, a su vez, se la regalaron a Cortés. Resultó una inteligente y
maravillosa mujer (que no me oigan algunos mexicanos); fue más que intérprete,
pues también asesoraba y cuidaba a los españoles, que la tuvieron siempre en la
mayor estima. Al principio, el soldado Aguilar, que aprendió el maya siendo
esclavo de los indios, le traducía a Doña Marina del castellano, y luego ella
se lo comunicaba a los aztecas.
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