(49) Los indios enviaron un mensajero
rápidamente a Quito para informar al gran Huayna Cápac de la visita de los
españoles, y, al parecer, ya había muerto cuando llegó. Cieza no concreta una
fecha, pero dice. “Téngase por cierto que Huayna Cápac murió en el propio
tiempo y año que Francisco Pizarro llegó a la costa de su tierra”. Tampoco
sabían los españoles que, yendo por el litoral, habían dejado muy atrás, a poca
distancia del mar, la capital norteña del imperio inca, Quito (la del sur era
Cuzco).
Todo estaba saliendo bien y continuaron el
viaje ilusionados: “Determinaron seguir adelante en el navío y llevaron a un
muchacho que los indios les dieron para que les mostrase el puerto de Paita;
descubrieron el puerto de Tangarará, vieron infinidad de lobos marinos, a una
punta pusieron por nombre Aguja y entraron en un puerto al que llamaron Santa
Cruz, por ser su día”. Como es lógico, el piloto Bartolomé Ruiz iría dibujando
la cartografía y anotando los nombres indígenas y los nuevos. La táctica
diplomática de Pizarro surtió efecto: “Se había extendido por toda la costa de
Perú que los españoles andaban en un navío, que ni hacían mal ni robaban, y que
eran muy piadosos y humanos”. Aquello se convirtió en una película de Hollywood
con marineros felices navegando por las costas de Hawaii y descendiendo del
bergantín a tierra para confraternizar. Llegaban indios con canoas llenas de
maíz y regalos; los españoles correspondían con vistosa bisutería y animales de
granja. En Santa Cruz, aprovechando tanta aproximación de canoas con alegres
visitantes, Pizarro le encargó a Alonso de Molina que fuera hasta la costa con
algunos indios para conseguir leña. Parecía el ‘escogido’ para estos contactos,
quizá porque lo hiciera con entusiasmo. Pero, al poco de marchar, se encabritó
el Pacífico, y Pizarro, después de esperarle tres días, tuvo que dar orden de
levar anclas para que el barco no se fuera a pique, “confiando en que estaría
seguro con los indios, pues Molina sabía que eran de buena voluntad y poca
malicia”. Continuaron la marcha: “Navegaron hasta que llegaron a Colaque,
Tangarará y Chimo, lugares donde se fundaron (posteriormente) las ciudades de Trujillo y San Miguel”. Y hubo otro
romántico soñador que decidió quedarse en ‘el paraíso’: “Un marinero llamado
Bocanegra (apellido de origen italiano,
bastante frecuente en Andalucía), salióse del barco con los indios y con
ellos envió a decir al capitán que lo tuviesen por excusado y que no lo
aguardasen porque quería quedarse entre tan buena gente”. Aquello ya no era una
guerra: estaba resultando un paseo turístico y Pizarro no imponía con rigor la
disciplina militar de seguir todos juntos forzosamente, así que le dio su
conformidad.
Navegando a toda vela, llegaron hasta Santa. “Pizarro tenía gran deseo de descubrir
la ciudad de Chincha, de la que contaban los indios grandes cosas, pero sus
compañeros le hablaron para que se volviese a Panamá para buscar gente con que
pudiese señorear la tierra, pues ya sabían que era la mejor del mundo y la más
rica. Buen consejo le pareció a Francisco Pizarro y mandó volver el navío por
donde había venido”.
(Imagen) Las crónicas de Indias recogen
los nombres de los que hicieron historia, para bien o para mal. Pero impresiona
el destino de aquellos (casi todos anónimos) que se quedaron entre los indios,
unos por romanticismo y otros como cautivos. ¿Cuántos serían? Que se sepa, a
pocos les fue bien. Hubo casos tan extraordinarios como el de Gonzalo Guerrero:
pudo volver con Cortés y no quiso porque tenía ‘unos hijos muy bonicos’. Su
compañero Aguilar, ya libre, sirvió de intérprete para los españoles en México.
A Núñez Cabeza de Vaca hay que echarle de comer aparte: anduvo entre indios,
muy respetado, ocho años; cuando alcanzó a los españoles, hizo una crónica y
fue nombrado gobernador. Parece ser que todos los de Pizarro que tomaron la decisión
de quedarse, Molina, Bocanegra y Ginés, acabaron mal.
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