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–Oye, secre: el gran piloto Alaminos era un atajagoces.
-Y que lo digas, reve: “Yendo adelante,
llegamos a una boca como de río grande, y decía Alaminos que era isla (qué obsesión) y que partía los términos
de la tierra, y de esta causa le pusimos nombre de boca de Términos (véase el mapa). Y saltamos a tierra y
hallamos que no era isla sino ancón (ensenada)
y muy buen puerto; estaba muy despoblado, pero había unos adoratorios de cal y
canto con muchos ídolos, donde los mercaderes y cazadores de paso sacrificaban.
Continuamos hasta llegar a un río que se llama Tabasco, como el cacique del
pueblo, e como lo descubrimos en este viaje, le nombramos río Grijalva”. En
esta ocasión, la actitud de los indios fue diferente.
-Consecuencia de lo pasado, baby. Los de
Tabasco sabían muy bien, por las noticias de lo
que ocurrió en Potonchán en el viaje anterior, que los españoles eran
muy peligrosos. Estaban muy prevenidos, pero solo querían que pasaran de largo.
Así que hubo regalitos mutuos, teatrales abrazos, y hasta el paternalista
sermón estereotipado de Grijalva. Los indios les dieron vituallas abundantes,
pero contestaron “que señor ya tienen, y que agora veníamos y les queríamos dar
señor nuevo, e que mirásemos que no les diésemos guerra como en Potonchán,
porque tenían aparejados sobre tres xiquipiles de guerra, que son cada uno de
8.000 hombres”. El miedo era mutuo, y se impuso la diplomacia. Los nativos se
mostraron complacientes regalándoles joyas no muy valiosas, pero, sobre todo,
sin pretenderlo, les dieron una información de incalculable valor: “Aunque no
valía mucho el presente, tuvímoslo por bueno por saber cierto que tenían oro; dijeron que no tenían más, y
decían que abundaba donde se pone el sol: ‘Culúa, Culúa’, y ‘México, México’ (eran lo mismo), y nosotros no sabíamos
qué cosa eran Culúa y México”. Momento clave en el que se van ajustando las
piezas del puzzle, aunque todavía la figura sea confusa. Sin peleas, lo que ya
era un pasito importante en el trato con los indios (el pan se iba cociendo),
continuaron por la costa. Alcanzaron Coatzacualcos, “y aparecieron las grandes
sierras que están todo el año cargadas de nieve. El capitán Pedro de Alvarado,
adelantándose, entró en un río, y le pusimos de nombre río de Alvarado”. El
acto de este capitán de glorioso futuro fue muy propio de su carácter, de gran
valía pero ambicioso y precipitado. “Y a causa de entrar en el río sin
licencia, el general se enojó mucho con él”. Alvarado era mucho Alvarado.
-Mientras, my dear priest, Cortés disfrutaba
de la vida en Cuba.
-Dejémosle que descanse, secre, porque le
llegará la hora de entregarse a una sobrehumana locura. Observemos el mapa. El
amplio puerto de que habla Bernal conserva el nombre de Laguna de Términos (no
sabemos a qué términos se refería el piloto Alaminos, quizá a “fronteras”), y
al lado está el río Grijalva. Era territorio de Tabasco. Fue en Cuatzacualcos
donde Pedro de Alvarado se metió sin permiso con tres navíos en un río (el
ansia de descubrir), con un ‘cabreo’
enorme de Grijalva (que, como veremos, le duró lo suyo) por el peligro de que
“le viniese algún apuro en parte donde no le pudiésemos ayudar”. La biografía
de Pedro resultó una de las más notables de Indias, con algún patinazo de
consideración. En el libro de Bernal, aparecerá continuamente, e incluso, al
final, lo describirá con perspicacia, como hizo con otros de los principales protagonistas.
Nació en Badajoz (y dale con los extremeños) el año 1485 (cosecha Cortés). En
1510 viajó a La Española en el séquito del virrey Diego Colón, acompañado de
cinco hermanos, Gonzalo, Jorge, Gómez, Hernando y Juan, quienes, curiosamente
para aquellos tiempos, todos utilizaron el apellido Alvarado. E sepan cuantos
esto leyeren que yo, Sancho, lo vi en la mi Casa de la Contratasión de Sevilla,
desde donde partió para Las indias eclipsando hasta al soberbio virrey: era un
mansebo de veinte e sinco años, muy galán, de fermoso rostro, alto moso e de
cuerpo membrudo, e supe, e no me equivoqué, que los indios lo habrían de
mitificar por sus abundantes cabellos y barbas de un rubio ensendido, tanto que
le apellidaron Tonatiu (el Sol).
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